Luego de que me dijo que se va para Brasil fue cuando caí en cuenta cuánto este guayanés, cercano a los 50 años, reproduce la imagen del aquel drama fílmico, En busca de la felicidad, protagonizado por Will Smith y por su hijo. Porque ese amigo que camina largos trechos para cumplir con los trabajos que le encomiendan diariamente, vive en San Félix y se desplaza en compañía de su muchacho adolescente, repitiendo el trajín de creer en sí mismo, solo que no es en Hollywood sino aquí, en Ciudad Guayana, como uno más de los que ya no cuentan con las arruinadas empresas básicas ni con otro empleo decente que el oficio duro de artesano podía otorgarle en años idos.
“Tengo un hermano allá -explica-. Me irá bien. Mato tigritos por efectivo o comida; unas veces mejor que otros. Pero agota trasladarme a Puerto Ordaz y nada rinde”. Otro, más joven, dedicado al delivery, dice que apuesta a un supuesto movimiento que vendrá en una de las empresas: “Con lo que hago puedo comer y darle a mi esposa y mi hijo, pero desgasta. Con un salario fijo y un pago regular es distinto”.
La rutina de los problemas en la región se hace normal de tal manera que parece que la vida puede continuar en medio de carestías profundas de salarios, desaparición de la moneda, las dificultades en la obtención de comida, o maromas para el surtido de la gasolina desde hace muchos meses; sin que nada de esto parezca extraño para la población. Se hace tan rutinario, que los asesinatos y el accionar del hampa y los vasos comunicantes de estos con los cuerpos de seguridad son una realidad que, aunque dura, no proporciona sobresaltos a la dinámica minera que permea toda la región. Pero lo admirable es que la condición de las grandes mayorías, con el goteo incesante de la inmigración y la cotidianidad de sacrificios y penurias, no llama la atención a sectores considerados críticos que permitan zarandear a esos grupos exquisitos que insisten en “regularizar” el funcionamiento económico, social e institucional, sin tomar en consideración la gangrena del cuerpo social del estado Bolívar. Sencillamente no es posible abordar remedios de alta monta con parches, por lo que es más factible, en esa postura “intelectual”, dedicarse a transcribir las tragedias en frías estadísticas, en encuestas de grupos interesados, y en las burdas promesas electorales. Así, día tras día, los olvidados de Guayana crecen porque las buenas noticias siguen sin aparecer.
La felicidad de Will
Nunca como en ningún otro momento de la vida del país, la sociedad venezolana ha estado tan fragmentada y rota. Esa condición es por lo menos el doble en las regiones. La coyuntura es aprovechada a plenitud para que el proyecto que alguna vez se denominó revolucionario, ahora en los estertores de sus planteamientos, se sirva mediante estructurados espejismos de buscar oxígeno apoyándose en los círculos más cercanos y en los oscuros ramales de negociados con socios políticos antiguos y recién comprados. De allí que las comunidades, el grueso de la gente con sus dramas sociales cada vez más hondos, están completamente aisladas de mecanismos que procuren soluciones directas e inmediatas. Se encuentran colocadas en dimensión paralela o diametralmente distinta al ejercicio del poder político y al cumplimiento de sus derechos.
La oposición democrática, como esperanza de la justicia perdida, se encuentra colgada de un hilo constitucional, reconocido no se sabe hasta cuándo, por la comunidad internacional. Esto explica no es que ha fracasado por la complejidad y las aristas de un proceso totalitario inédito, sino que ha sido en su mayoría tragada en el empeño de entender la cohabitación con el régimen como modo de hacer la política: esa que se inscribe en la esgrima normal (ahora visión fuera del ámbito de la democracia cuando de dictadura se trata) impulsadas en evento ocasionales por los partidos clásicos y los dirigentes burocratizados, congelados en épicas fantasiosas o en la sargentería partidista criolla pero que en concreto invisibiliza el sufrimiento colectivo que existe con horrores. La felicidad no es elemento constitucional que procura libertad, superación, bienestar y protección, tal como la sueña cualquier venezolano; es un derecho humano desechado y menospreciado por el cálculo gubernamental que aniquila la posibilidad de transformaciones estructurales, al considerarlas como “pecaminosas”.
Recientemente estuvo en el estado Bolívar el excandidato presidencial Henrique Capriles. Recorrió el corredor electoral de Ciudad Bolívar, Ciudad Guayana y Upata. La respuesta a su movilización estuvo en asistentes transportados, nada parecido a eventos anteriores convocados por quien ha sido uno de los dirigentes más apreciados: ya políticamente no es así. El dirigente nacional hoy encabeza, con partidos secuestrados y el conservadurismo opositor (con similares modelos de la región en alianzas con Maduro), la ofensiva de una bien dirigida operación política basada en el colaboracionismo con el régimen haciendo negación de lo que antes fueron luchas del país por el rescate de la libertad y del orden constitucional con saldo de víctimas fatales y presos políticos. Su visita, sin emociones particulares, es razón para que algunos “analistas” hablen de incrementos de votantes en comicios del 21N, controlados en su totalidad por el gobierno. De este modo mientras los actores políticos recrean un ambiente de fiesta de mentira, los padres del estado Bolívar, cual Will, con sus hijos a cuestas, se preparan para mudarse a otras latitudes, hartos del hambre y la falsedad. La búsqueda de la felicidad más perentoria e incesante.