lunes, 13 mayo 2024
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Guachimanes

Publicada en Chile en 1954, esta novela del escritor y humorista zuliano Gabriel Bracho Montiel nos habla de la vida en un campo petrolero en tiempos de dictadura, sin libertades, sin posibilidades para la esperanza o el cambio.

@diegorojasajmad

Gabriel Bracho Montiel (Maracaibo, 1903 – Caracas, 1974) retrata en Guachimanes (Doce aguafuertes para ilustrar la novela venezolana del petróleo), el cosmos de un pequeño pueblo petrolero venezolano del estado Zulia durante la primera mitad del siglo XX. Para ello se sirve de distintos recursos y estilos discursivos que van del novelístico al de la tesis sociológica, la denuncia, el humor y la crónica.

Quizás esa haya sido la razón por la cual Bracho Montiel subtitulase su obra con el término de “aguafuertes”. Más que un vínculo con el grabado artístico -sin por ello obviar la representación rápida y tosca que esta técnica sugiere-, el llamar aguafuertes al conjunto de los doce relatos que componen esta novela lo emparenta con la tradición del artículo de costumbres, con la crónica, con el esbozo breve, fragmentario y de crítica social cuya genealogía tuvo antecedentes en nombres como Mariano José de Larra, Daniel Mendoza y Roberto Arlt, entre muchos otros, y que continúa hoy con el llamado periodismo narrativo. 

Guachimanes, publicada en Chile, en 1954, está estructurada en tres tiempos. El primero es el presente del narrador, un presente que se ubica luego de la dictadura gomecista, en épocas de libertad y democracia. Así, el narrador resulta ser una suerte de “turista”, de venezolano que regresa a su país luego de un periodo de ausencia y que trae una imagen ideal, paradisíaca, casi bovarística, de la Venezuela democrática y en especial de su industria petrolera:

“Es la primera vez que visito un pueblo petrolero venezolano y espero encontrar todo ese vibrar de progreso que entraña la ambicionada riqueza negra. Allí estará el trepidar de la máquina junto al entusiasmo del obrero que se sabe parte de aquella riqueza; allí estará ahora la nueva vida estructurada por la organización de los trabajadores, después de sacudido aquel marasmo tremendo que creó la dictadura de Gómez. Un camino nuevo presumo encontrar y debo esculcar dificultosamente el viejo y tétrico camino de ayer, porque la renovación debe haber borrado hasta sus huellas”.

Sin embargo, la desilusión pronto entrará en escena. En ese mismo aguafuerte I, un taxista, cual Virgilio con Dante, guía al narrador por la realidad de desigualdades e injusticias que aún subsisten en el país y que, paso a paso, va redescubriendo el visitante. El recorrido finaliza en el velorio de un obrero petrolero, asesinado por sus actividades sindicalistas:

“Vine a ver algo más amable, menos cruel, vine a emocionarme con la edificante agitación de la gran industria que es fuente de vida para mi país y… heme aquí aturdido, inseguro, haciendo contradictorias zancadas entre las casitas lindas de los americanos y esta herida bárbara que destrozó un corazón valiente. ‘¡Debo irme lejos -pienso- lejos de todo esto tan feo, tan desolador, tan insultante! Pero, ¿cómo apartar la vista del obrero víctima?”.

Ante la trágica estampa del cadáver y su viuda, el narrador se impone la tarea de investigar la historia que se esconde detrás de aquella vida truncada, con el fin de “trazar apuntes para una novela más”. Allí finaliza el primer aguafuerte.

A partir del aguafuerte II, y hasta el final de la novela, el narrador en primera persona del aguafuerte anterior se transforma en un narrador omnisciente que cuenta la historia de “Tochito” y “Marulalia” (el obrero muerto y su viuda), una historia de amor en el contexto de un pueblo petrolero. Así se nos muestra el segundo tiempo del relato: el pasado reciente de la dictadura gomecista.

El nombre del pueblo petrolero que sirve de escenario a esta novela no se menciona, quizás para presentarlo como símbolo del destino que alcanza a toda comunidad caracterizada bajo esas circunstancias: un pueblo “siempre bullicioso, siempre sucio, siempre agitado por algún suceso”, que “huele a brea, a gasolina, a mene, a humo. Huele al perfume barato de las prostitutas” y en donde el bar, la ruleta y la jefatura civil son “los tres vértices de un triángulo fatal en cuyo centro perece la aldea entera”.

Es asfixiante la atmósfera de ese pueblo petrolero. No hay otra realidad posible que la de la injusticia, el silencio y la corrupción, y las redes de la compañía petrolera, en consonancia con las de la dictadura, mantienen bajo estricta vigilancia la vida cotidiana de sus habitantes. Es una cárcel sin muros. Un infierno del cual no hay perdón ni escapatoria posible.

El tercer tiempo representado en Guachimanes se muestra en el aguafuerte V. En él se describe la vida del pueblo antes del inicio de la explotación petrolera: un pueblo “triste, silencioso y dormido, como casi todos los pueblos de tierra adentro en Venezuela”, donde los mechurrios de gas aún no existían y “en el móvil espejo de las aguas, solo dos luces color de estrella quebraban sus reflejos: la pira del basurero y el farol de la piragua anclada en la orilla. Brisas con sabor de sal y con perfume de hojas verdes mecían los cocoteros dormidos en la costa”. “Era un pueblo sin vida, pero no muerto; sin vida como el polluelo en potencia dentro del blando cascarón, pero hirviente de promesas cuando el huevo se incubara bajo el ala caliente de la clueca. Era un pueblo alistándose para nacer, lleno de augurios, oloroso a porvenir”.

Así, Guachimanes hilvana tres tiempos: un remoto pasado-paraíso, un ayer-infierno y un presente-injusto, también infernal. Esta concepción o filosofía de la historia que va del bien y la promesa a la injusticia y la desesperanza, del génesis al apocalipsis, tiene su visión aterradora al final de la novela. Luego de la explosión social y de las muertes colectivas (donde la población enardecida arroja a funcionarios de la dictadura a las llamas del quemador como venganza por el maltrato y las injusticias sufridas por años), todo volvería a la calma, a la “normalidad”, como si nada hubiese pasado, y con el mismo desdén de los balancines extrayendo petróleo:

“La llama del quemador se quedó esperando, meneando su lengua como fiera hambrienta. El cráter de cenizas no había crecido como lo deseaba el pueblo.
 

La madrugada aclaró el paisaje y volvieron a verse los balancines al pie de las cabrias, cabeceando sus palancas, indiferentemente”.

Esa imagen de los balancines con la cual termina la novela sugiere, como ya hemos mencionado, una filosofía de la desesperanza, una conciencia de la imposibilidad de cambio y, por ende, de la eterna condena a vivir en medio de la injusticia ocasionada por la dictadura y la industria petrolera. Injusticia que no desaparece en la era democrática, como se nos mostró en el aguafuerte I.

El título de la obra, además de representar las apropiaciones y cambios lingüísticos y culturales que ocurrieron con la llegada de la industria petrolera estadounidense (watchmen > guachimán), también arroja un enigma al lector, pues en la trama de la historia, el guachimán que se describe en el aguafuerte II, resulta un personaje prescindible, de poca figuración en la trama. ¿Quién es ese guachimán que se destaca en el título? ¿A qué hace referencia? En la misma novela encontramos una explicación:

“No es sólo el guachimán quien vigila y cela los campos explotados”, pensaba. “Es todo este grupo de hombres de distintas categorías; es todo este ejército de vende-patrias que tiene por jefe al presidente de la República. ¡Es Gómez el primer guachimán!”.

Así, la desesperanza de la historia se sustenta en la figura del guachimán, en el colaborador, en el corrupto, en el que calla para resguardar su puesto de trabajo; “aquel triste agente asalariado y servil [que] podía representar globalmente a los miles de encubridores y cómplices de la tragedia nacional”. El guachimán es el hombre banal del que habló la filósofa alemana Hannah Arendt, refiriéndose al funcionario que no es consciente de las consecuencias éticas de sus acciones. 

Guachimanes fue publicada en Chile, durante uno de los muchos exilios que sufrió Bracho Montiel. A pesar de su ausencia del mercado literario venezolano, y de haber transcurrido 56 años para su primera edición en el país (en el 2010), esta novela consolida y reafirma los personajes, temas y problemas representados en el universo simbólico de la llamada novela venezolana del petróleo.

Y también de la Venezuela de hoy…

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