El tema del amor difícil o imposible está presente en la mayoría de las literaturas del mundo. Narciso y Eco, Werther y Carlota, Tristán e Isolda, María y Efraín, Romeo y Julieta, Fermina Daza y Florentino Ariza, El Principito y la rosa, son apenas una pequeña muestra de personajes que así lo atestiguan.
En Mérida, la de Venezuela, encontramos también una historia de amor espinoso (aunque con final feliz), personificado en los nombres de Mateo Luzano y Leona Leyba.
Esta historia de amor tuvo su origen en el primer cuarto del siglo XIX.
El relato llegó hasta nosotros gracias a Charles Empson, un viajero inglés quien decidió visitar Colombia, Venezuela y Perú, aproximadamente hacia 1830, para conocer la flora, fauna y costumbres de esta región. Cuatro años duró su periplo.
En su trayecto por Venezuela, mientras transitaba por los Andes, Empson escuchó en una hacienda merideña la triste historia de Leona y Mateo.
Luego, en 1836, ya de regreso en Londres, incluyó aquella historia en su libro Narratives of South America, un precioso informe a manera de relato en el cual describe sus hallazgos y vivencias del viaje.
No fue sino hasta mediados de la década de los años 90 del siglo XX cuando el profesor y poeta Carlos César Rodríguez recuperó el relato merideño de Leona y Mateo, lo tradujo y lo dio a conocer entre los lectores venezolanos.
La historia de Leona Leyba y Mateo Luzano es la siguiente:
Leona era la bella hija de un noble funcionario español, quien en los inicios de la Guerra de Independencia se mantuvo fiel a la corona española.
Mateo Luzano era, por el contrario, un joven comandante de los patriotas venezolanos.
Esto no impidió que entre Mateo y Leona surgiera un romance apasionado y, a escondidas de sus respectivas familias, en furtivos encuentros en conventos, como en la ermita de San Pedro, a donde llegaban disfrazados, o en lejanos senderos de los páramos, lograban verse para demostrarse todo su amor.
Leona y Mateo se conocían desde la infancia, y sus familias se frecuentaban, hasta que llegó el conflicto y la división.
Como los Montesco y los Capuleto de los Andes.
La crueldad de la guerra fue aumentando y, como describe Empson: “los llanos de Mérida presenciaron horribles escenas, donde a veces no quedó nadie para anunciar la victoria o la derrota”.
El padre de Leona murió en el conflicto.
Ante tal desgracia, la madre de Leona decidió irse con su hija rumbo a Perú.
Pasaron los años y Leona se consumía en la tristeza y en la depresión por el recuerdo de su amado Mateo: “comenzó a marchitarse como una planta que no prende en otro clima. Y así como esas plantas viven, pero poco tiempo, de la tierra que llevan adherida a las raíces, así Leona vivía de los recuerdos”.
La madre de Leona decidió hacer el sacrificio de regresar a Mérida para que su hija recuperara su alegría. Y la alegría volvió, pero por poco tiempo, pues el fatigoso viaje de Lima a Mérida se llevó la vida de la madre de Leona. La hija se culpaba por la muerte de su madre, por pensar solo en su propio bienestar.
Leona, ya en Mérida, se encontró triste, sola, con una ciudad destruida, y con la noticia de que la familia de Mateo se había mudado a Caracas, y él, su amado, había sido enviado a comandar tropas en el Orinoco.
Mateo se enteró del regreso de Leona a Mérida y logró enviarle algunas cartas rebosantes de amor; pero la guerra seguía alejándolos: al poco tiempo Mateo fue enviado a Perú a seguir luchando por la independencia sudamericana.
A Mérida llegaron aterradoras noticias: el regimiento de Mateo fue interceptado por los españoles en su marcha a Lima, los rodearon y los derrotaron. Decían que nadie había quedado con vida.
Leona, con el corazón roto y pensando que su Mateo había fallecido, decidió refugiarse en el Convento de Las Clarisas (ubicado en la cuadra donde hoy se encuentra el Centro Cultural Tulio Febres Cordero), convirtiéndose así en monja.
Pero Mateo no había muerto.
Los soldados españoles lo habían mutilado, le habían sacado los ojos y lo habían dejado desnudo en la arena ardiente del desierto peruano.
Pero logró sobrevivir.
Algún tiempo después, ya recuperado, aunque ciego, cojo y muy débil, regresó a Mérida para encontrarse con la noticia de que Leona era ahora una monja.
Mateo no quiso rendirse y, a pesar de todo, la cortejaba, le llevaba serenatas al convento y Leona lo reprendía por ser eso un sacrilegio (aunque en el fondo otro era su sentir).
Mateo entendió, no insistió y se marchó muy lejos.
Con los años, Mateo llegó a ser miembro del Senado. Se le llegó a conocer como “el senador ciego de Santa Fe” y era muy respetado por su intachable moral y su dominio de la oratoria. En el ejercicio de sus funciones, propuso una ley para que las mujeres que buscaron refugio en los conventos por situaciones extremas pudieran abandonar su hábito y reingresar a la sociedad sin mancha ni reproche. Luego de mucha discusión, la propuesta fue aprobada.
Leona, apoyada por sus hermanas de religión, fue la única del convento que abandonó el claustro merideño.
A los meses, Mateo regresó una vez más a Mérida con la intención de jugar su última carta.
Sin dar aviso de su viaje, llegó directamente a la casa de Leona.
Para sorprenderla, improvisó una canción, que se conoció como La serenata de don Mateo:
“Así como la flor se abre para darle a la abeja sedienta
el fresco licor de su néctar, así también tu voz suave disipa mi tristeza y me embriaga el corazón con su melodía |
Como los peregrinos fatigados buscan el altar donde
cesan penas y sufrimientos, así yo busco con ternura ese rostro tuyo que me ilumina con promesas de paz y alegría |
Dulces son tus palabras como tus primeras promesas
bajo esta arboleda sagrada, y aunque ya no puedo ver tu belleza, mi corazón devoto recompensará tu amor” |
Mateo y Leona se dieron al fin un fuerte abrazo.
Empson terminó su relato diciendo: “Todavía viven enamorados y admirados. El senador ciego entra ahora en la Cámara de Diputados de la mano de su hijo mayor, cuya elegancia y porte distinguido reviven en la madre afectuosa la noble figura del joven amante que ella vio una vez en la ermita de San Pedro”.