La historia nos ha demostrado que cuando un gobernante pierde su popularidad, se desencadenan una serie de eventos con consecuencias devastadoras para su país. Pero también, y subrayo el “también”, para el mandatario en cuestión. ¿Por qué? La respuesta es muy simple: la popularidad es crucial para mantener su poder y control sobre la población, por lo que cuando esta comienza a disminuir, se abren todas las compuertas que dan paso a revueltas, protestas y eventualmente, a la misma caída del régimen.
Esa pérdida de popularidad puede deberse a una enorme variedad de factores, empezando por la corrupción. Dejar que sus adláteres roben es una fórmula mágica para luego tenerlos con la rienda corta. Ha habido numerosos casos de líderes políticos que han estado involucrados en actos de corrupción -o han permitido que sus familiares y colaboradores se enriquezcan ilícitamente- a cambio de lealtad y apoyo. Esto puede ser utilizado posteriormente como un mecanismo de chantaje, no sólo para garantizar la fidelidad de los involucrados, sino para evitar que revelen información comprometedora. Pero entre cielo y tierra no hay nada oculto.
La represión, tortura y cualquier otra violación de los derechos humanos de quien ose enfrentarlos, es otro factor importante: la siembra de miedo como manera de mantener subyugada a la población. También podemos mencionar la mala gestión económica, que causa desempleo, hambre y falta de servicios básicos. Todo lo que vaya sumando en el descontento público, aunque no se haga público.
Ese descontento generalizado de la población, sea cual sea su origen, produce el mismo resultado: la legitimidad del gobernante se ve cuestionada y, por lo tanto, su poder se ve amenazado. Cuando esto sucede, el alto gobierno suele recurrir a medidas desesperadas para intentar mantenerse en el poder. Estas medidas incluyen la represión violenta de las protestas, la censura y cierre de los medios de comunicación y, por encima de todo, la persecución de opositores políticos. Mucho más si gozan de popularidad y han calado en el alma del pueblo.
Sin embargo -y es lo que parece que sucede en los círculos más cercanos al poder- es que no se percatan de lo perniciosas que pueden ser estas acciones para ellos mismos, porque suelen alimentar aún más el descontento y la rabia de la población. A menudo han conducido a un aumento de la violencia y la inestabilidad en el país. “Tanto va el cántaro a la fuente que al fin se rompe” reza un sabio dicho popular.
Y ha habido casos en los que la pérdida de popularidad del régimen totalitario ha llevado a su destitución o incluso, a su derrocamiento. Ha ocurrido a través de elecciones libres y justas, protestas masivas o incluso insurrecciones de sus otrora aliados. Sea como sea, el resultado suele ser un cambio de gobierno y la búsqueda de un nuevo liderazgo que pueda restablecer la estabilidad y la confianza en el país.
Casi siempre, la pérdida de popularidad de un gobernante es el inicio de un proceso peligroso con consecuencias impredecibles. Si los líderes autoritarios comprendieran la importancia de gobernar con justicia y transparencia, y de respetar los derechos y deseos de su pueblo, y también de cuándo dejar el poder, evitarían caer en el abismo al que la impopularidad y la desconfianza pueden empujarlos. Me remito a la historia porque los pueblos que no conocen la suya, están condenados a repetirla. Esto no lo digo yo, lo han dicho desde Cicerón hasta Santayana, pasando por Napoleón, Marx, Churchill y otros. Después no se quejen de que no fueron advertidos…