jueves, 3 octubre 2024
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Aún recuerdo nuestro último baile

a ausencia de un ser querido te lleva a pensar en todas las cosas que ya no podrán ser. Ese año no celebramos la Navidad. No vi a mi padre en mi exposición de proyecto final universitario ni en mi graduación. No estará en la presentación de la tesis de mi hermana ni en su acto de grado. No estará más.

La mañana del 22 de diciembre de 2022 guardé en un bolso las cosas que debía llevar al Hospital Universitario Antonio Patricio de Alcalá (Huapa), de Cumaná, donde estaban mis padres desde la noche anterior. Toallas, sábanas limpias, abrigos, alcohol, inyectadoras, desayuno, cigarros y café. Llamé a mi mamá por enésima vez para asegurarme de que no necesitaríamos nada más.

– No, hija. Vente. Ya llegó el cirujano y ahorita van a atender a tu papá.

Ambas fingimos tranquilidad, como si esa fuera una conversación cotidiana, normal. La verdad es que estábamos pasando por una crisis. Mis padres habían pasado la noche en vela y con frío, esperando la llegada de una oncóloga para que atendiera a mi papá, mientras la garganta de él se cerraba lentamente.

Cinco meses antes lo habían diagnosticado con cáncer de piel, y su organismo, ya débil, parecía más afectado con lo que, en apariencia, era un persistente resfriado. Durante los 10 minutos que siguieron a aquella llamada, salí más de 5 veces para ver si mi vecino ya había encendido su camioneta. Amablemente se había ofrecido a llevarme para que yo no tuviera que pasar 30 minutos en un autobús hasta el centro de Cumaná, y luego en otro desde allí hasta el hospital, cargando el pesado bolso.

Se me aceleró el corazón cuando entró una nueva llamada.

– ¡Hija, vente rápido! -dijo mi mamá llorando-. ¡Tu papá está en paro respiratorio… me sacaron… no sé qué está pasando!

La llamada se cortó y traté de devolverla, pero no tuve éxito.

Segundos después, mi celular vibró de nuevo.

– Cori, vente, tu papá murió… y yo estoy aquí sola. ¡Vente! -gritó mi mamá.

Sin haber procesado lo que ocurría, y aún a la espera del carro que me llevaría al hospital, le di la noticia a Valeria, mi única hermana. El vecino se apresuró con su auto. Sentí que los 15 minutos que me separaban del hospital se prolongaron más que nunca. Pasamos por la morgue, luego por la emergencia y finalmente llegamos a la entrada, donde encontré a mamá, sola y en cuclillas, tratando de calmarse.

No me contó lo que había ocurrido y yo tampoco pregunté. No recuerdo qué nos dijimos. Solo sé que la seguí como un robot por los pasillos, hasta que tuvimos el acta de defunción y el carro de la funeraria se llevó el cuerpo de la morgue. Mientras tanto, mi hermana en casa se encargaba de preparar la ropa que usaría papá en el velorio: decidimos que nada de negro, porque las personas felices necesitan color en la vida y en la muerte.

Todo fue así, tan rápido.

Esta historia comenzó a inicios de ese mismo año: en enero de 2022, una gripe hizo notar una “bolita” creciendo en la nariz de Néstor Comellas, mi papá, quien tenía 50 años y era un hombre jovial, sano.

La bolita le dificultaba respirar, pero no parecía ser grave. Por meses le insistí en que fuera al Hospital Dr. Julio Rodríguez, también conocido como Los Veteranos. Era mejor evitar el Huapa, porque había escuchado que muchos habían contraído infecciones allí. Y asistir a una consulta privada no era una opción para nosotros, pues eran costosas y nosotros, una familia en la que nadie tenía un trabajo estable, no podíamos pagarlas.

Conforme pasaban las semanas, se cansaba con más facilidad, se resfriaba una y otra vez. Fuera de esos, no había otros síntomas. Solo que la bolita seguía creciendo. Tanto, que pasó de sentir molestias por la presión de los lentes sobre el puente nasal a tener una marcada desviación del tabique.

Eventualmente perdió el olfato.

En junio, la bolita en la nariz ya no admitía diminutivos. Mi papá entonces fue con un otorrinolaringólogo, quien le dijo que el problema podía ser un pólipo nasal, y le ordenó una biopsia. El resultado, sin embargo, reveló que en la fosa nasal derecha y parte de la tráquea creía un carcinoma epidermoide nasosinusal.

Los médicos nos explicaron que se trata de un raro tipo de cáncer de piel cuyo diagnóstico suele realizarse en etapas avanzadas, lo que dificulta el pronóstico de recuperación de los pacientes. Papá corría el riesgo de perder la vista y de sufrir daños cerebrales: todos los huesos de su rostro empezaban a verse comprometidos.

En verdad, el caso de mi padre no era descabellado. Él había vivido una vida llena de riesgos asociados al desarrollo de esta enfermedad, entre ellos el manejo de productos químicos sin la protección adecuada y la larga exposición al sol debido a que durante más de 10 años trabajó como armador en un barco pesquero.

El primer oncólogo que atendió a mi padre recomendó una operación para remover el tumor, pero para nosotros ese procedimiento resultaba impagable y difícil de gestionar. Serían alrededor de 7 mil dólares, y como en Cumaná no habían los equipos necesarios para esa intervención, debíamos viajar al Táchira, al otro lado del país, donde el doctor nos dijo que tenía un colega con quien podía aliarse para juntos hacerle la cirugía.

Recurrimos entonces a otro médico, el doctor Vitelio Patiño, quien le indicó ocho sesiones de quimio. A partir de la cuarta, le realizarían a mi padre nuevos estudios para determinar la cantidad de radioterapias que necesitaría.

A pesar de haberlo evitado antes, fuimos al Huapa para que lo agregaran a la lista de pacientes oncológicos, de modo que pudiera recibir su tratamiento allí. Hacerlo en clínicas privadas no era opción, y nos dijeron que al menos en el Huapa estaban atendiendo a los pacientes con cáncer. Era cierto. Pero también era verdad que estaba colapsado: allí acuden enfermos de los 15 municipios del estado Sucre, Anzoátegui y Nueva Esparta.

Pedimos la cita en agosto y se la asignaron para inicios de octubre. Debíamos esperar. La máquina de radio, a cargo del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, estaba dañada, pero aún había tiempo para que la reactivaran antes de que la necesitáramos.

Ahora que la ruta estaba trazada, debíamos pedir apoyo para navegar la marejada. Había que comprar medicinas, insumos varios y garantizarle a papá una dieta específica que ayudara a mantener sus valores sanguíneos en niveles óptimos. Estimamos que los gastos rondaban los 200 dólares por ciclo de quimio. Necesitábamos ayuda, mucha ayuda.

Un día, a un mes de empezar el tratamiento, mientras el autobús avanzaba hacia el centro de la ciudad, yo repetía en mi cabeza que todo estaría bien. Ocultaba mis ojos vidriosos detrás de viejos lentes de sol e intentaba distraerme viendo a mi alrededor. Me bajé en la parada y caminé hacia la oficina en la que trabajaba como pasante en Atarraya, un medio digital hiperlocal. No había nadie cuando llegué. Y allí, sola, comencé a llorar.

“Tienes que calmarte. Nadie puede enterarse de esto”, pensé.

Después de sosegarme un poco, tomé mi celular e hice el anuncio a través de los estados de Instagram y WhatsApp: “Gracias a todos los que han estado pendientes. Mi papá fue diagnosticado con cáncer de piel”.

A partir de ese momento, amigos y familiares nos ayudaron vendiendo rifas y haciendo colectas, y recibimos apoyo de quienes menos esperábamos.

La primera se realizó el 3 de octubre de 2022.

La quimio de papá se aplicaba por tres días consecutivos, seguidos de 19 días de descanso. Mi madre siempre lo acompañaba. Fuimos descubriendo que el área de oncología aún es funcional en el Huapa. Nos llamó la atención que el área se mantiene limpia gracias al agua proveniente del sistema de aire acondicionado, y que también era utilizada en los baños (porque por las tuberías no sale nada). Pero también vimos tantas carencias… Cada paciente debe llevar lo que necesitará: adhesivos, algodón, inyectadoras, solución fisiológica, etcétera.

Nosotros adquirimos las quimios en las farmacias de alto costo del Seguro Social, sin embargo, muchas veces nos entregaban dosis incompletas y vencidas. Por ello comprábamos o recibíamos la mayor parte del tratamiento mediante donaciones. Recuerdo que para el tercer ciclo no habíamos logrado conseguir las dosis de Cisplatino, uno de los fármacos recetados, así que tuvimos que usar las del seguro, vencidas desde hacía tres meses.

Estas le ocasionaron a papá una fuerte reacción alérgica.

Entre el 20 y 21 de diciembre, papá estuvo en cama a causa de un resfriado. Tenía fiebre alta, dificultad para respirar y deshidratación, por lo que le suministrábamos suero, y se nebulizaba con el aparato portátil que tenemos en casa.

La noche del 21, violentos escalofríos lo hacían temblar por entre dos y cinco minutos. Mamá, Valeria y yo nos acercábamos a calmarlo y darle calor, mientras él se disculpaba por hacernos pasar por eso.

Alrededor de las 11:00 de la noche decidimos pedirle a un vecino que lo llevara a un ambulatorio cercano. Mi mamá fue con él. Le prestaron primeros auxilios y lo nebulizaron, pero papá necesitaba oxígeno y allí no tenían suficiente.

Entonces les sugirieron que lo llevaran al Huapa.

En casa, Valeria, la abuela y yo estábamos al pendiente hasta que ya no seguimos recibiendo noticias.

Lo último que me dijo mamá esa noche fue que se estaban “atorrillando del frío”.

Me hubiese gustado estar allá o al menos llevarles una manta y suéteres para que se abrigaran. Sentía un nudo en la garganta. Con esa sensación me quedé dormida por alrededor de tres horas.

En la mañana, la garganta de papá se cerró poco a poco, impidiendo todo paso de aire entre las fosas nasales y los pulmones. Los médicos intentaron practicar una traqueotomía para tratar de que respirara, pero no lo lograron.

Fue entonces cuando mi mamá llamó para darnos la noticia que no hubiese querido recibir nunca.

Paro respiratorio, muerte.

Desde entonces, todo cambió para nosotros.

La ausencia de un ser querido te lleva a pensar en todas las cosas que ya no podrán ser. Ese año no celebramos la Navidad. No vi a mi padre en mi exposición de proyecto final universitario ni en mi graduación. No estará en la presentación de la tesis de mi hermana ni en su acto de grado. No estará más. Pero aún recuerdo nuestro último baile, los actos del colegio, las celebraciones que pasamos juntos y la complicidad en las pequeñas tareas del día a día. Así recordaré al flaco que iba por la ciudad con sus lentes, su café y su cigarro, saludando a todo el que se le cruzara.

Esta historia de La Vida de Nos forma parte de su Programa de Formación de Periodistas LVNI5, y fue cedida para su republicación.