@mlclisanchez
“Mi familiar está desaparecido desde hace dos meses en El Callao, por favor si alguien lo ha visto, escríbame al privado, estamos desesperados”, publicó en Facebook una familia en un grupo de compra-venta del sur del estado Bolívar, el segundo estado fronterizo más violento de Venezuela de acuerdo con la oenegé Fundaredes.
Justo debajo del texto, adjunto, está la foto del minero desaparecido. Como ese reporte, hay decenas.
En Venezuela y especialmente en el estado Bolívar, los familiares de personas desaparecidas acuden a las redes sociales como principal mecanismo de búsqueda, ante el silencio del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc), el organismo técnico policial encargado de emprender las primeras pesquisas y garantizar la búsqueda en vida en el país.
La mayoría se sienten solos en medio de un patrón sistemático de violencia que solo aumenta: las desapariciones en territorios mineros, cuyo control está bajo el mando de bandas armadas locales o presuntos grupos guerrilleros de Colombia que procuran controlar la producción de oro en las distintas zonas ricas en minerales preciosos del Arco Minero del Orinoco.
Entre 2012 y 2021, la Comisión para los Derechos Humanos y la Ciudadanía (Codehciu) junto a Correo del Caroní ha contabilizado 151 reportes de desaparición en los territorios mineros de Bolívar, o vinculados con pagos en oro. Las denuncias son publicadas principalmente en redes sociales. La cifra es un subregistro, pero es el único indicador que tienen organizaciones como Codehciu ante la falta de datos oficiales. La data es una actualización del trabajo de investigación periodística Fosas del Silencio, los desaparecidos en la búsqueda de El Dorado.
Del total, 111 desaparecidos son hombres y 40 mujeres. Apenas 15% de las personas reportadas como desaparecidas ante los cuerpos de seguridad han aparecido; ninguna por acción del Cicpc. 87 personas permanecen desaparecidas, y se desconoce el estatus actual de al menos 38 personas reportadas como tal.
75% de las personas reportadas desaparecieron a partir de 2018, año en que fueron asesinados algunos de los principales dirigentes de bandas armadas que operan en los yacimientos, un período de consolidación de nuevos liderazgos del crimen organizado en la zona.
Al menos 35 personas han sido reportadas como desaparecidas en el último año: entre junio 2020 y junio de 2021. Una cifra 13% inferior al mismo periodo entre 2019 y 2020, cuando se reportó la desaparición de al menos 40 personas.
Menos de un tercio denuncia ante el Cicpc
Se reportaron desapariciones vinculadas con la minería en 10 de los 11 municipios del estado Bolívar. Los municipios en los que se reportaron más desapariciones siguen siendo Sifontes (51 personas), El Callao (19 personas), Caroní (11 personas), Gran Sabana (siete personas) y Roscio (seis personas).
Apenas 34 personas acudieron al Cicpc para interponer denuncias por desaparición. Familiares tienden a desconfiar del organismo de seguridad.
Ninguna de las personas que denunció ante el Cicpc recibió apoyo y protección del Estado durante el proceso de búsqueda. Todos emprendieron la búsqueda de su familiar desaparecido por cuenta propia, con recursos propios en un territorio dominado por grupos armados.
Los familiares reportaron que funcionarios del Cicpc desestimaron las denuncias por la peligrosidad del territorio o porque atribuyen la desaparición a una falla de comunicación, peleas maritales o un vínculo con el hampa de la zona. Cuando la denuncia no se desestima, los funcionarios alegan no tener suficientes funcionarios y equipos para emprender la búsqueda.
Por la crisis económica que atraviesa el país, cada vez son más las personas que migran -aún en pandemia- hacia las minas del sur del estado Bolívar en búsqueda de sustento.
Mineros artesanales, vendedores informales, trabajadores sexuales y de labores domésticas, llegan al sur desde distintos estados del país a trabajar y, en ese contexto desaparecen, a menudo atrapados en condiciones de trabajo forzado, explotación sexual y otras formas de esclavitud moderna.
Entre 2019 y 2020, 137 personas han muerto en las minas. 45% de las víctimas no pudieron ser identificadas por las autoridades por la saña con que fueron asesinadas. La cifra no escapa del subregistro de asesinatos que no trascienden a la prensa.
Sifontes, el epicentro
El municipio Sifontes concentra el grueso de personas desaparecidas hasta el momento, especialmente en el Kilómetro 88 y en el sector Los Candados. El primero es uno de los poblados más populosos del municipio después de Tumeremo, y el segundo es una vía de acceso hacia otras minas, ubicada entre la reserva forestal Sierra Imataca y la frontera con el Esequibo, uno de los puntos de migración hacia el territorio Esequibo y Guyana.
Es el mismo lugar en el que ocurrió la emblemática masacre minera en 2016 denominada “masacre de Tumeremo”, en el que se ha denunciado la presencia del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y, principalmente, la banda delictiva local de alias “Run”.
Alberth Alejandro Andújar Jiménez, de 24 años de edad, forma parte del grupo de personas que desapareció en Sifontes durante este año. La última vez que su familia lo vio, la tarde del 7 de febrero de 2021, Andújar se trasladó desde El Callao hacia el Kilómetro 88 para visitar a su esposa y su suegra.
Estaba reunido con ellas cuando de repente llegaron desconocidos a la casa, tocaron la puerta y pidieron hablar con él. Andújar accedió y salió de la casa para atenderlos. Al notar su prolongada ausencia, su esposa salió a buscarlo, pero se dio cuenta de que se lo habían llevado. La ropa que tenía puesta ese día, apareció en una zona lejana de la casa de su suegra.
“Abuela, no llores ¿No ves que soñamos con él?, eso es porque mi papá está vivo y está trabajando”, es lo que le dicen sus dos nietas a la madre de Andújar, cada vez que la encuentran llorando.
Llora recordando la última vez que habló por teléfono con su hijo, un día antes de que desapareciera, y dos días antes de su cumpleaños.
Relata que el día que su hijo desapareció, su esposa se trasladó hasta “la base” del Kilómetro 88, un eufemismo que se utiliza para referirse a la sede de operaciones de un grupo armado -o sindicato- que controla determinado territorio minero. Si de algo estaba segura es que ahí tendrían información sobre su paradero.
“Él se va ahorita, le van a hacer unas preguntas y ya lo llevan”, le dijeron los delincuentes. Pero pasó el tiempo y el muchacho no aparecía. Entonces ella volvió a la base y le dijeron que después de darle un tiro en la mano, y en un pie, lo mandaron para su casa.
Pero no fue así, el joven no volvió a su casa y la familia no pudo volver a contactar a los hombres que se lo llevaron ese domingo 7 de febrero.
Luego acudieron al Cicpc a interponer la denuncia por desaparición. Pero no recibieron apoyo más allá de un paseo por morgues y hospitales.
– ¿Qué respuesta obtuvo de las autoridades?
– Ninguna. Nos decían que no estaban. Hubo unos funcionarios que fueron un poquito más sensibles y me llevaron a las morgues… pero ahí mandan más los malandros que las autoridades.
La complejidad de la desaparición forzada
De acuerdo con la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas Contra las Desapariciones Forzadas, de Naciones Unidas, una desaparición forzada es “el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley”.
Esta definición implica probar la participación directa del Estado en el delito, de ahí la complejidad que deben enfrentar los familiares de desaparecidos para acceder a la justicia. Pero los grupos de actores no estatales operan de diferentes formas y contextos diversos, advierte la organización Global Initiative que investiga el crimen organizado, lo que desencadena diferentes niveles de participación estatal. “Estos grupos pueden actuar de forma autónoma, ejercer funciones estatales y/o controlar el territorio. En algunas situaciones, su relación con el Estado puede ser bastante evidente, pero en casos como en el de las asociaciones delictivas mexicanas, la naturaleza de su relación con las autoridades puede ser ambigua y bastante compleja. Esto representa un vacío legal en el marco legislativo. Los grupos armados y delictivos pueden actuar de forma independiente y perseguir intereses privados cuando ‘desaparecen’ personas, pero su capacidad para hacerlo con impunidad puede implicar la tolerancia estatal de sus actividades delictivas, o puede indicar que los delincuentes están coludidos con las autoridades para desaparecer personas”.
Siendo así, las víctimas de desaparición quedan entonces a merced de la voluntad del Estado para comprobar su propia implicación, y en la mayoría de los casos, las denuncias se desestiman, revictimizando cada vez más a los familiares de las víctimas durante el proceso de búsqueda independiente.
En Sifontes, por ejemplo, son frecuentes las denuncias de actuaciones de grupos armados, vestidos de negro, que operan como militares y cuya identificación es desconocida. Cuando ocurrió la masacre de Tumeremo (2016), familiares de las víctimas acusaron al gobernador Francisco Rangel Gómez, a diputados, y al Cicpc de ser los perpetradores y ayudantes de estos crímenes, pero la investigación sobre la participación de agentes del Gobierno no prosperó. En el municipio Gran Sabana, donde también hay minas, cuerpos policiales han sido expulsados por la propia comunidad en dos oportunidades; en 2016, la Policía del estado Bolívar y en 2011, funcionarios del Cicpc. Desde entonces, la sede más cercana queda en Tumeremo, a más de cinco horas.
El Fondo de Resiliencia de Global Initiative, dedicado al análisis del accionar del crimen organizado en distintos contextos latinoamericanos, plantea la interrogante: “¿esta definición de desaparición forzada es lo suficientemente flexible para incluir a grupos patrocinados por el Estado o grupos criminales privados que actúan con fines propios como autores directos de desapariciones forzadas sobre la base del consentimiento?”.
El Fondo resalta que es fundamental establecer estándares probatorios que permitan definir como desapariciones forzadas a aquellas desapariciones perpetradas por grupos armados no estatales. Eso fortalecería el marco de protección de las víctimas y restaría terreno a la impunidad, y por lo tanto, a la ocurrencia de este delito.
Cuando las hermanas de Alberth fueron por segunda vez a Tumeremo para buscarlo, se toparon con que, una vez más, la versión de lo sucedido era falsa. “Lo buscamos nuevamente por hospitales, morgues, Cicpc… y hasta el sol de hoy no aparece”, dice su madre.
En su casa todavía lo esperan sus tres hijos. Dos niñas de ocho y cinco años que todos los días preguntan por él, y un niño de un año.
La investigación arrojó que al menos 14 personas reportadas como desaparecidas son, como en el caso de Alberth Andújar, padres o representantes de niños, niñas y adolescentes entre los tres y 15 años de edad, y proporcionaban la principal fuente de ingresos de su núcleo familiar.
Impacto de las desapariciones
Las desapariciones forzadas tienen un impacto negativo en la salud física y psicológica de los familiares, que también son víctimas. Especialmente niños, niñas y adolescentes.
“Afecta. Es todos los días recordarlo y vivir con la esperanza de que en algún momento me llame y me diga que está allá, que me pregunte dónde estoy y así… es horrible, que alguien me diga que no, que ya lo mataron. Pues yo digo que no, pues. No siento que sea así, y no lo acepto”, sostiene su madre.
Son los mineros, comerciantes informales, indígenas y demás obreros quienes representan el último eslabón de esta cadena de producción minera que implica violencia y trabajo forzado en el sur de Bolívar.
De acuerdo con la investigación, las personas desaparecidas son en su mayoría vendedores informales o mineros.
Alberth trabaja desde hace seis años para una compañía minera extranjera ubicada en El Callao. Una de las muchas explicaciones que recibió la familia sobre lo que pudo haberle sucedido es que entró en un territorio en el que, por asperezas entre pranatos, no se tolera la presencia de trabajadores de El Callao o personas oriundas de San Félix, y Alberth es ambas cosas.
Las desapariciones forzadas a causa de la violencia desatada en las minas ocurren con mayor frecuencia desde que en 2016 Nicolás Maduro puso en marcha la Zona de Desarrollo Estratégico del Arco Minero del Orinoco (AMO): un proyecto extractivista que procura la explotación de minerales en un área de 111.843,70 kilómetros cuadrados y que supone el 12,2% del territorio nacional.
Aunque en un principio el Gobierno presentó este modelo económico como una “propuesta política para construir un eje productivo alrededor de las minas que sirva para promover y proteger los derechos humanos, ambientales y derechos económicos del país”, en la práctica se tradujo en potenciar de manera descontrolada y acelerada la minería ilegal en todo el territorio al sur del río Orinoco.
Con la llegada de las más de cinco compañías mixtas y las plantas procesadoras, también creció la influencia del pranato y la lealtad de las Fuerzas Armadas Nacionales hacia el régimen de Nicolás Maduro a cambio de control de minerales. De hecho, desde 2016 hasta 2020 han ocurrido al menos 25 masacres en territorios mineros de acuerdo con Codehciu.
El informe Independencia del sistema de justicia y acceso a la justicia, incluyendo violaciones a los derechos económicos y sociales, y situación de los derechos humanos en la región del Arco Minero del Orinoco, del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnudh), sostiene que existen previos acuerdos entre las bandas armadas y los jefes militares que permiten su accionar en el territorio.
Para mantener el control de los yacimientos, cada grupo armado –o sindicato– impone su reglamento a base de reclutamiento para trabajos forzados, cobro de vacunas (10-20% de las ganancias de los mineros) y castigos como mutilaciones, tortura, desapariciones forzadas, asesinatos y, en el mejor de los casos, destierro.
“No creo que Dios haya permitido que a mi hijo le pasen cosas malas”, dice la mamá de Alberth. “Son tantas las cosas que hemos pasado juntos como familia. Mi hijo superó el cáncer de colon y vejiga, estuvo desde los cinco hasta los 15 años sufriendo con esa enfermedad, recibió quimioterapia y radioterapia, luchamos tanto juntos, y superamos tanto juntos que nunca pensamos que él podría pasar ahora por algo como esto. Él tiene que estar en algún lado”, dijo con un hilo de voz.
Un limbo jurídico
El Cicpc es el organismo encargado de documentar e investigar las desapariciones tanto forzadas como involuntarias, así como brindar protección para las víctimas de desaparición, que son tanto los familiares como la persona que desapareció forzosamente.
Aunque las desapariciones forzadas son ya un patrón sistemático inherente a los territorios mineros de Bolívar, permanece la ausencia de una política pública integral que garantice la búsqueda en vida de las personas desaparecidas, y la prevención para que esto no siga ocurriendo, pese a que Venezuela firmó la Convención Internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas y firmó y ratificó la Convención -y el Protocolo Facultativo- contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de Naciones Unidas.
En el país no hay leyes que permitan abordar los procesos de investigación, seguimiento y reparación de las víctimas de desapariciones forzadas.
Es por esa razón que las organizaciones no gubernamentales admiten con desaliento que es un patrón violento que no cesará en el mediano plazo, especialmente por los intereses políticos y económicos que implica.
“Con el Cicpc no podemos contar”, lamenta la madre de Luis Raúl Bravo, joven de 19 años. Bravo desapareció el 5 de junio de este año. La última vez que se le vio transitando por las calles de Tumeremo, también en el municipio Sifontes, salió del negocio familiar hacia su casa cuando unos sujetos lo interceptaron, lo apuntaron con un arma y le impidieron entrar a la vivienda.
Esa fue la última vez que vecinos y familiares vieron al muchacho que lleva al menos 20 años viviendo con su familia en la capital del municipio Sifontes. Desde entonces su familia lo busca con desesperación, y con la amenaza de perder la vida a mano de grupos armados que los conmina a desistir de la búsqueda.
Allegados al joven sospechan que el muchacho fue reclutado para ejercer trabajos forzados en alguna de las minas del sector. Es una de las al menos cinco familias que han recibido amenazas por parte de grupos armados durante el proceso independiente de búsqueda. Ninguna de estas familias ha recibido garantías de protección por parte del Estado.
“El reclutamiento de muchachos para trabajar en las minas es algo que ocurre con frecuencia, pero de lo que nadie habla por miedo. Es que si hablas te matan, o matan a alguien que amas”, expresó un residente del sector que solicitó mantener su identidad en resguardo.
Buscar a distancia
El proceso de búsqueda es todavía más desesperante cuando la persona que despareció proviene de otro estado o sus familiares están radicados en otro país, pues deben trasladarse hacia la jurisdicción donde ocurrió el hecho, y por lo general estas familias no cuentan con suficientes recursos para eso.
Los casos de desaparición recabados en la investigación revelan que los desaparecidos son oriundos de distintos estados de Bolívar, y de al menos 14 estados del país, entre esos Anzoátegui, Monagas, Amazonas, Sucre, Apure y Táchira.
Como sucede con los hermanos Castellanos Báez, mineros oriundos del estado Apure que trabajaban en la mina El Kino desde hace al menos 10 años. Este yacimiento está ubicado en el sector Bajo Caura, municipio Sucre del Estado Bolívar. “Todavía nosotros no hemos sabido nada de mis hermanos, todo el mundo los da por muertos. Mi mamá ya no tenía ni dinero ni dónde quedarse allá (en Caura)”, expresó Ruth Castellanos Báez, hermana de Jhon Jairo y Jahir Castellanos Báez.
Los hermanos Castellanos Báez, y el indígena Dionisio Ramón Guzmán Bellorín de 47 años, desaparecieron el sábado 8 de mayo de este año, cuando regresaban de la mina El Kino. Los mineros fueron vistos por última vez en la alcabala La Urbana, custodiada por un grupo violento de indígenas jivi. Familiares y vecinos del sector atribuyen la desaparición a este grupo.
Comisiones del Cicpc acudieron al sitio y después de 15 días abandonaron la búsqueda. La madre de los hermanos Castellanos se movilizó desde Colombia hasta el Caura para acudir a las autoridades locales, pero acabó buscando a sus hijos sola.
“Nosotros solo pudimos reunir 400 dólares para los pasajes, mi mamá se quedó más de una semana, fue a todo lugar, morgue, hospital, policía, la guardia, Cicpc y nada. Nadie hizo nada, si no llevas plata, no se mueven, es como si les da igual quién se desaparezca”, lamentó Castellanos. A los familiares solo les queda entregarse al luto sin un cuerpo al que velar y enterrar.
En esta misma zona, han desaparecido al menos dos líderes indígenas, y han muerto dos capitanes en medio de disputas por los yacimientos de oro, desde 2018 hasta ahora.
La producción de oro como un salvavidas económico ante la debacle petrolera, y que está en manos del pranato, prospera alimentada de la minería ilegal mientras a la par aumenta un patrón de desapariciones forzadas que el Estado no investiga.