jueves, 12 septiembre 2024
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Ni la vinotinto ni Colombia: el martes Guayana ganó

Los guayaneses vivieron con intensidad la oportunidad de asistir a una eliminatoria de Qatar 2022 y presenciar el clásico Colombia-Venezuela. Del partido, los asistentes salían del recinto con una expresión que hacía creer que ganaron por goleada.

“Aunque Venezuela ya está eliminada, este partido es muy importante para la Vinotinto porque es el clásico. La rivalidad de Venezuela y Colombia es demasiada”, me explicó una amiga cuando le pregunté por qué este juego era tan importante para los fanáticos del fútbol.

Si bien para Colombia era imperativo este triunfo y, aunado a ello, la derrota simultánea de Perú contra Paraguay -necesitaban dos golpes de suerte esa noche-, parecía que si la selección nacional se hacía con la victoria, Venezuela iba a arreglar la descarrilada situación económica en la que se mantiene anclada desde 2017. Los fanáticos esa noche respiraban, veían y escuchaban todo con tintes vinotinto.

La entrada del estadio estaba atiborrada. Casa llena. Pocas veces en mi vida tuve a 40 mil personas alrededor. Calor, filas, empujones. Un infierno se desataba para entrar al Centro Total de Entretenimiento Cachamay. Pero, cuando finalmente logramos verificar los boletos y entrar, automáticamente las vibraciones del lugar cambiaron. Los malos gestos del verificador y los jalones de cabello se me olvidaron y, aunque inextricable, era como si en dos segundos estuviera en el único lugar en el que valía la pena estar ese día.

Hice cuatro entrevistas. Me preparé mentalmente para oír quejas sobre el transporte o el desorden en la entrada. Pero no. Aunque yo, por no ser fanática me sentía disgustada por tanta magulladura, a cada persona en ese lugar parecía que lo hubiesen empujado al mejor momento de su vida. “Feliz. No importa qué pase hoy. Pude venir a ver unas eliminatorias del Mundial”, respondían uno tras otro con los ojos resplandecientes y la voz temblorosa.

Impone. Imponía el estadio, las luces, los jugadores y hasta las botellas de agua se veían más especiales estando adentro. Si bien apenas entiendo cómo funcionan los tiempos, no pude evitar emocionarme con ellos en su vitoreo y sus coros. Era una energía. Una fuerza capaz de elevarlo todo. Una concentración en cada movimiento de lo que pasaba en la cancha que sobrepasaba lo convencional.

El primer tiempo se robó el protagonismo del partido. “Jugaron como nunca, pero perdieron como siempre”, explicó uno de los fanáticos. Desde mi perspectiva de neófita futbolera, jugaron bien. Las personas se levantaban de sus asientos en cada pase, cada vez que estuvieron muy cerca, pero los coros se quedaron en “ahí viene el gol”, un gol que nunca llegó.

El que sí llegó fue el anotado por James Rodríguez en un penal repetido y proclamado por un árbitro que habría sido exterminado más de 20 mil veces si las miradas tuvieran el poder de matar. “Vendido, vendido”, se escuchaba. Al finalizar los primeros 90 minutos la pasión se transfiguró en ira. Las botellas de plástico volaban por los aires de la tribuna principal y apuntaban al árbitro y jugadores. Parece que ir ganando en territorio rival no es tan agradable como se ve en los partidos televisados.

El equipo rival necesitaba esta victoria, pero también la derrota de Perú para ir por el repechaje contra un equipo asiático y obtener el cupo a Qatar. Así que la victoria le supo agridulce a los colombianos que se erigieron triunfadores ante Venezuela, para enterarse minutos más tarde, que la selección peruana ya celebraba la posibilidad de obtener un cupo a Qatar 2022.

Las caras no se veían menos felices cuando los guayaneses salían del estadio, por el contrario, parecían dichosos de saber que el rival no había obtenido el cupo al Mundial. En los últimos minutos del partido se podía escuchar a voz media un “Perú está ganando” que buscaba ser el distractor milagroso que suscitara un gol que le diera tregua a la selección nacional.

Salieron derrotados, pero felices. Ni uno solo de los asistentes parecía decepcionado. Sus gestos eran de éxtasis pleno. De un éxtasis que les permitía olvidarse de tantos males que los aquejan. Un éxtasis que los hizo olvidar el desplome de la gran ciudad planificada que contó con apenas 200 unidades de transporte para llevar a los asistentes a sus casas y que, a duras penas, es sostenida por las importaciones brasileñas.

No soy fanática del deporte. Pero cuánta pasión se sentía y cuánto bien les hizo a los guayaneses la ilusión de asistir a una eliminatoria para el Mundial de fútbol. Entendí una cosa, cuando la realidad parece estar en la podredumbre y algo nos ofrece un ápice de felicidad: hasta la derrota sabe a gloria.