Mi relación con el voto no ha ido en línea recta. Zigzagueante e ideológica pudieran ser las palabras para definirla. En los primeros años sentí la gran intensidad con la que mi padre -adeco de corazón- vivía las elecciones. Con pasión y convicción. Pues, para él que había atravesado las rudezas de la tiranía perezjimenista, aquello le olía a libertad. Una dulce fragancia que activaba recónditas e inexplicables sensaciones en su alma aventurera. Evocó su risa alborozada y estentórea, mientras escuchaba a través de las ondas hertzianas la información esperada. Su alegría electoral, de la que fui testigo, no la superó ningún otro evento. Es que para aquellas generaciones post dictatoriales una elección significaba democracia, sin que hubiese demasiada claridad. Como leer un poema que sientes y que no necesitas entender.
Las primeras elecciones de la década de los años sesenta fueron experiencias inéditas e inefables para muchos venezolanos. A pesar de los carupanazos, porteñazos, guerrillas urbanas y rurales, atentados, secuestros y asesinatos perpetrados por los buenos muchachos, a quienes el castrocomunismo les secuestró el cerebro a cambió de una utopía y de un Kalansnikof. Mientras los que tenían suficiente edad para saber lo que es una dictadura defendían la democracia, los jóvenes que la habían visto pasar de refilón se embarcaron en el Titanic marxista, para forjar el hombre nuevo en un paraíso que sólo estaba en su fanática imaginación.
Adquirí un boleto para el trasatlántico que chocó contra el iceberg. Durante mucho tiempo fui una furiosa abstencionista, a quien no convencían ninguno de los argumentos de las propuestas conocidas en los espacios en los que solía moverme. En la UCV jamás voté por nadie. Pues era militante de un zurdo y extremista grupo, que despreciaba los procesos electorales de cualquier naturaleza. La desconfianza aderezada con enormes raciones de veneno marxistoide, me impidieron valorar la verdadera significación del voto, como un elemento esencial de la democracia. Mi padre sí lo valoró, mucho antes que a mí me cayera la locha.
Esta postura era conocida, pomposamente, entre la patulea roja como “abstención militante”. La misma que no reconocía las formas de participación que se activaban con el sufragio. Me sentía dueña de la verdad, lo que me daba la arrogancia necesaria para desdeñar aspectos fundacionales de nuestra política vernácula, como el Pacto de Punto Fijo. Al que nos referíamos en un tono despectivo, calificándolo como puntofijismo. Eso estaba en el guion sectario y fanático que debíamos repetir. Sin haber leído las dos páginas que contenían el pacto de gobernabilidad, firmado por los líderes que contribuyeron a derrotar el militarismo tiránico de Marcos Pérez Jiménez.
En la soberbia, altivez e insolencia que caracteriza al rojerío de todos los tiempos, no había espacio para la duda. Éramos los más justos e irreductibles. Los más brillantes e inteligentes, dotados de todas las capacidades para solucionar los problemas del pueblo. Pues sólo se trataba de distribuir las inmensas riquezas de la patria, para pasar del infierno de la pobreza al paraíso soñado y anhelado del socialismo: pródigo y sin mezquindades. Los ejemplos estaban a pata e’ mingo en la isla de la felicidad, y un poquito más allá en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en China y Vietnam.
La entrega de la renta petrolera en las manos de cada uno de nuestros compatriotas obraría el milagro de la igualdad y también de la equidad. Otros recursos se obtendrían de las expropiaciones a la odiada -por explotadora- burguesía. El monto completo sería repartido entre las clases sociales más desfavorecidas. Esas, en cuyo nombre se había dado esa lucha justiciera de los revolucionarios nativos, animados por las mejores intenciones. Pero, a quienes intereses externos imponían su agenda, sólo conocidos por comprometidos camaradas de la cúpula.
La justicia no se hacía con elecciones. Pues, para los que teníamos la verdad agarrada por el cuello, aquellas eran la materia de la que estaba hecha el engaño. El voto no tenía ningún valor para el zurdaje que sentía lástima por los incautos, cándidos e ingenuos que, como una recua de bobos, hacían largas colas para cumplir con el sagrado deber del sufragio.
Un militante de la izquierda jamás se prestaría para hacerle el juego al bipartidismo, que era corrupción, engaño y estafa. Tres delitos condenados en los tribunales de aquel honesto e incorruptible zurdismo, que se había propuesto salvar a la humanidad de las garras inmundas e infectas del capitalismo salvaje.
Un día todo aquel megarelato se hizo añicos y pude recuperar la cordura. Al despojarme de las gríngolas, de la camisa de fuerza y de los corsés mentales que me sumergían en un sectario, castrante e irracional fanatismo. Por aquellos tiempos el voto recobró su verdadero valor en mi vida, y pude entender la enorme alegría de mi padre al votar en y por la democracia.
Agridulces
Llegaron las lluvias y con ellas el caos, desastres y daños que afectan a buena parte del país. Apenas empiezan y el balance es desalentador. Todo agravado por el draconiano control de la información, impuesto por la hegemonía comunicacional en este socialismo del siglo XXI.