jueves, 28 marzo 2024
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No nos rendimos los seres humanos

Las historias cosmogónicas nos han acompañado desde tiempos inmemoriales, y la intuición de nuestros ancestros no debe ser desestimada.

El lanzamiento del telescopio James Webb el pasado día de navidad no fue muy publicitado durante los meses previos. Por rígidas medidas de seguridad, múltiples buques navegaron por las aguas del mar Caribe y el océano Atlántico para escoltar al preciado telescopio en su recorrido hacia la Guyana Francesa, y no se sabía en cuál de esos buques se encontraba el James Webb. Los detalles sobre el anhelado momento se fueron dando a cuentagotas en los últimos meses, y no fue sino hasta el gran día del 25, que el equipo tanto de la NASA como de las agencias espaciales de Canadá y Europa se expresaron sobre el significado profundo de este proyecto que se inició en la década de los años noventa.

“Este es nuestro regalo de esperanza para la humanidad en este 25 de diciembre”, declaró uno de los voceros, quien aseguró que aquel portento tecnológico permitiría observar las galaxias que se formaron entre 100 y 250 millones de años después del Big Bang. En un discurso sentido y emocionado, anunció que el telescopio nos ayudaría a desentrañar los orígenes del universo. Lo expresó, eso sí, como un anhelo del espíritu humano durante toda su existencia y no hubo ninguna reserva en citar al libro del Génesis. En las palabras de los miembros del equipo se dejaba entrever una petición, una oración para que todas y cada una de las etapas del viaje se cumplieran a cabalidad. En la fibra de cada uno de ellos había tensión por los percances que pudieren ocurrir. Como científicos que entienden a la ciencia desde lo que ella puede observar y alcanzar, reconocen sus limitaciones, sin arrogancias, porque la magnitud de la tarea obliga a poner los pies sobre la tierra.

El telescopio importa, importa mucho. Ha vuelto a poner sobre la mesa nuestros tormentos de miles de años sobre esta inmensa orfandad. No nos rendimos, los humanos, queremos ver y palpar el inicio de la creación. No es suficiente saber quiénes fueron nuestros antepasados inmediatos o lejanos: hay un misterio, una historia por contar, y los humanos necesitamos de ella como del agua para vivir.

Las historias cosmogónicas nos han acompañado desde tiempos inmemoriales, y la intuición de nuestros ancestros no debe ser desestimada. Imaginaron una línea del tiempo desde la luz y la oscuridad o desde el caos, y cada lectura fue comprendida por las naciones que escucharon esa hechura colectiva. En una de esas veladas memorables de mi vida, alguien asomó la crítica de que Dios no explicó nada como lo hace la ciencia de hoy, y esa opinión tiene dos respuestas: una, que la gente de esa época no hubiese comprendido ni siquiera las versiones aproximadas, encriptadas y cambiantes de los científicos actuales, y la segunda, la más importante, es que el objeto de esas historias somos nosotros, nuestra orfandad: ellas nos hablan sobre lo que necesitamos saber para abrazar nuestra existencia.

Pienso que este es un gran momento para la imaginación, y que esta ventana que se nos abre puede despertar pálpitos dormidos, de esos que en tiempos remotos iluminaron nuestra vida sobre la tierra. Pero no en el sentido de complacer a la ciencia, que anda en lo suyo y tiene su derecho a retractarse, rectificar y cambiar rumbos en su incesante camino hacia la verdad, no. No se trata de hacer un coro. La vía del poema es uno en sentido inverso, y a esa experiencia única se debe.

La de la otra mirada a la soledad. En el filme Gravedad, la astronauta regresa a la tierra en una nave que no le correspondía y la cápsula descendió en un mar de la China. Ryan Stone, el personaje en cuestión protagonizado por Sandra Bullock, se sumergió en el agua y, en su nado de ascenso, junto a ella, nadaban las ranas que extendían sus largas patas en un mismo ritmo de silencio. Cuando ella alcanzó tierra firme, miró a su alrededor, no estaban los incontables helicópteros y vehículos de rescate. Se hallaba sola con el reto de volver a caminar.