En una ocasión estaba yo en una inmensa y muy movida biblioteca y en el ascensor se encontraba uno de los empleados que llevan los libros en carritos rumbo a sus estantes. Era un señor mayor que parecía cómodo en su oficio, y cuando vio que yo iba al piso tres me preguntó sobre mis propósitos allí. Yo le respondí que estaba haciendo una investigación en literatura. El señor en cuestión, un hombre alto y muy amplio para comunicarse, me preguntó: ¿y puede haber investigación en literatura?
La pregunta supone de entrada una respuesta negativa. Sin embargo, entendí que se debía a la confusión sobre que sólo las investigaciones científicas son válidas, y le respondí: “La filosofía es la madre de las preguntas de investigación, del conocimiento, de la ciencia -y en ese instante hice un movimiento circular de cabeza para indicar el edificio donde estábamos- y de cómo abordar la lectura de todo esto”.
No le dije que la filosofía era hermana de la poesía, porque allí sí se iba a enredar.
Por fortuna resolví el imprevisto en el trayecto de tres pisos. No me había planteado convencerle, pero sí hacerle saber que había una respuesta que él merecía se le diera. Sin embargo, otra cosa muy distinta es cuando esa misma pregunta es lanzada por una científica, como me sucedió en una oportunidad. No le respondí, pues de haber sido una inquietud genuina, ella pudo haberlo averiguado por su cuenta. Su pregunta era realmente una opinión, y en esos casos es inútil enfrentar un arraigado esquema de poder sobre qué es y qué no es.
Es innegable el poder de la ciencia en las decisiones no sólo académicas, sino políticas, económicas y sociales de hoy en día. Sus dictámenes pueden convertirse en leyes inapelables. Tiene sus normas y han tenido el cuidado de protegerlas. La ciencia ha guardado un cerco necesario sobre quién puede o no publicar: es una comunidad que se ajusta a sus controles. A pesar de cualquier reserva, son gente seria. Pero como ocurre con las instituciones con influencia y poder, han venido padeciendo de los deterioros propios de los ciclos históricos. La buena noticia, no obstante, es que hay quienes persisten en derribar fronteras para abrirle los ojos al statu quo. El esfuerzo, además, ha surtido algunos cambios de actitud y en la reconsideración de supuestos infranqueables.
Un retador de esquemas, el bioquímico Rupert Sheldrake es un doctor de la Universidad de Cambridge, quien por un largo tiempo estuvo ninguneado por el estamento y por su propia alma mater. Si hay alguien que ha revelado la dinámica de los dogmas, prejuicios, irracionalidad y tabúes en el mundo de la ciencia, ha sido él. Desde su temporada como jefe de un proyecto de investigaciones agrícolas en la India fue dándole cuerpo a su teoría de Resonancia Mórfica, que le ha servido de base para hacerse paso entre el estamento científico. Una vez regresado a Cambridge ha trabajado en experimentos de telepatía en animales, especialmente perros y gatos, y ahora conduce un proyecto similar con seres humanos.
Al inicio de sus propuestas en telepatía, aun cuando había mostrado y confrontado airosamente sus experimentos ante feroces escépticos, la palabra “paranormal” y “pseudociencia” seguía saliendo a colación junto a comentarios peyorativos. Sheldrake debió armarse, como quien dice, para demostrar que se trataba de un fenómeno biológico. Para el estamento con énfasis materialista, la mente está en el cerebro y no puede salir de allí. Para Sheldrake y otro grupo de investigadores, la mente se extiende más allá del cerebro.
El debate está de palco en la Universidad de Cambridge, y es entre dos miembros de una misma generación. Por un lado, el biólogo evolucionista Richard Dawkins quiebra lanzas por el materialismo en las ciencias y por el ateísmo. Por el otro, su colega Sheldrake diseña experimentos que ponen en aprietos concepciones profundas de la ciencia moderna. Y como si fuera poco, hay más cartas sobre la mesa. Sheldrake, quien fue un sesentoso liberal y ateo como Dawkins, ahora marca distancia y dice que el caso contra Dios se debió a la rivalidad política en la Francia del siglo XIX, y seguidamente en la Rusia revolucionaria.
Este incansable retador de presentes verdades o supuestos gusta de peregrinar por varias catedrales para celebrar los cumpleaños de sus hijos. No lo hace tampoco por posturas intelectuales sobre la historia, el arte o el legado cultural, él ha regresado a su religión y escribe con libertad sobre la espiritualidad. La mesa está servida para un debate que quizás tome décadas.
Misterios gatunos
Sheldrake resalta cómo los gatos se desaparecen cuando les toca la cita con los veterinarios, a pesar de que algunos dueños habían usado estrategias para no ser “adivinados” por los felinos. Difíciles de engañar. Sesenticuatro de sesenticinco clínicas al norte de Londres reportaron problemas con las citas, y por esa razón a los felinos los atienden sólo cuando los llevan “personalmente”. Las mediciones previas sobre perros y gatos han aportado y mucho a la investigación formal sobre la telepatía.