De la ponzoña de Vladimir Putin no escapa nada ni nadie. Está globalizada y ha invadido el cuerpo y el alma de la humanidad toda. Hasta en el más recóndito y alejado pueblo, el tóxico putiniano recorre las callejuelas de tierra junto al agua, envenena el aire, los alimentos, las medicinas y la vida de cada ser humano que respire en este siglo XXI. Que al igual que el siglo XX del Cambalache de Enrique Santos Discépolo, es un despliegue de maldad insolente, pero también es violento en demasía, pandémico, viral. Dominado hoy por un terrófago y perro de la guerra, que no cierra nunca su protervo automercado, que provee armas de guerra de todos los modelos y calibres a su clientela mundial.
No puede decirse que el deletéreo eslavo sea muy verboso, pocos habrán oído su voz, pero eso no le ha impedido erigirse en un amenazante factor de poder, sin ser Rusia una gran economía. Todo un fenómeno que vino del frio, posicionado hoy en el propio centro de la dinámica planetaria, al invadir a un Estado que reclama como suyo. Esta combinación de Pedro El Grande con Stalin tiene entre ceja y ceja hacer de Rusia un imperio zarista-estalinista-putinesco. A sus casi 70 años quiere una corona de rey: con el poder absoluto del zarismo y ser propietario de los infinitos dominios de lo que fue la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Ha jamaqueado la rutina de cada bípedo que camina sobre la superficie de este planeta y se ha convertido en un verdadero peligro para la frágil paz mundial. Un provocador en toda regla, sin escrúpulos, que usa a los seres humanos como verdugos o como víctimas. Los primeros son sus preferidos: al ser sus reclutas, soldados, sicarios, francotiradores, mercenarios, esbirros, espías, sayones y alatés de todo pelaje. Las víctimas -rigurosamente prescindibles para Putin- son los niños, las mujeres, los ancianos y cualquier población civil que no pueda ser usada para la guerra.
Occidente reaccionó con temor y se produjo una verdadera confusión-conmoción a partir del 24 de febrero. El miedo paralizó y enmudeció las voces que debían salirle al paso a este peligroso, inestable e impredecible tirano. Tan impredecible que sólo el gobierno norteamericano alertó -con algunas semanas de antelación- sobre una inminente invasión a Ucrania. Tengo la impresión que en Europa aquello fue muy sorpresivo. De tal suerte, que los reflejos de la OTAN y de la UE se manifestaron en cámara lenta.
Frente a todo lo que está ocurriendo, es necesario preguntarse en torno a lo que debe hacer la comunidad internacional para contener y controlar a criminales de la calaña de Vladimir Putin. ¿Acaso debe esperarse que desaten una guerra y cometan genocidio para que se produzca la actuación de organismos -como la ONU- creados para organizar la paz y garantizar la seguridad mundial?
Hasta ahora Putin ha hecho lo que le ha salido de sus entretelas. No tiene límites y carece de clemencia. Tiene 23 años de hegemonía total en el país más extenso del planeta. Pero su patológica terrofagia le hace querer más, para mostrar quién es el chivo que más micciona en los patiaderos de esta aldea global. Es una suerte de pran que desafía a occidente, para imponer sus formas violentas de tomar -por la fuerza de las armas- lo que le provoca.
Su invasión a Ucrania no ha dejado indiferente a nadie. Todos estamos pendientes de cómo asesina, hiere, secuestra, tortura a los habitantes de un país históricamente hermanado con Rusia. No le ha temblado el pulso ni se le ha quebrado la voz para ordenar el uso de bombas de racimo, termobáricas, misiles hipersónicos, balísticos y de crucero, cohetes con ojivas y proyectiles de artillería, et al. Mata para poner a prueba su moderno arsenal. Lo que también funciona como publicidad para sus clientes de siempre y también para los potenciales. Entre quienes están los más contumaces y perversos tiranos, apadrinados, protegidos y asesorados por Putin y sus serviles.
Putin igual emponzoña en las distancias cortas cuando se trata de individualidades. A estos enemigos los envenena, literalmente, y los saca de circulación. A sus amigos -como el que te conté- los inficiona con “malas doctrinas y falsas creencias” (DRAE) y los convierte en ciegas y obedientes marionetas. Lo dicho, nadie escapa de la toxicidad de este alacrán del siglo XXI.
Agridulces
Destruyen preescolares, escuelas, liceos y universidades, pero construyen lujosos casinos. Esto es para que los compatriotas se formen en las más variadas (in)disciplinas ludopáticas.