domingo, 11 mayo 2025
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Por favor, no nos detengan I

Hubo un receso, una pausa, que coincidió con lo que llaman el recreo. Salimos al patio. No había juegos, risas, travesuras, intercambios de miradas; sólo celulares y ruidos de teclas y notificaciones.

Llegamos temprano. Nos invitaron a pasar a un lugar que llamaron el patio. Estaba lleno de niños, niñas y adolescentes. Ninguno nos miraba. Nadie miraba a nadie. Era un cementerio de la contemplación. Estaban hundidos y hundidas en las pantallas de los celulares. El único ruido que competía con el trino de los pájaros era el de las teclas y notificaciones. Nadie conversaba. Repito, nadie miraba a nadie. Pronto comprendimos que hablaban entre ellos, pero usando los celulares; lo cual no les exigía levantar la mirada y verse, contemplarse, escucharse. Nos sentimos fuera de lugar, antiguos, desenfocados, estorbos.

En ese patio estuvimos conversando, modo susurro, sobre qué era lo que nos impedía comprender esa realidad. Eran reales sus formas de ver, oír y hablar. Estaban muertas y estériles nuestras formas de atender, comunicar, leer, oír y comprender. Ellas y ellos eran las alumnas y alumnos reales, verdaderos. Los irreales y falsos estaban en nuestra mente, en nuestros ojos. Veíamos nuestros espejismos, veíamos y enseñábamos a seres inexistentes, construidos por nuestra flojera mental. Como un tributo a la impuntualidad criolla, llegamos 30 minutos, pero nos hicieron esperar 45 minutos, para conversar con los maestros y maestras sobre pedagogía de la evaluación en la era de la IA. Lo que nos permitieron contemplar y comprender los y las habitantes de ese patio transformó y configuró radicalmente los verbos que llevábamos para colaborar con la labor educadora de aquella comunidad de docentes ingenuos, ciegos y sordos. No eran mudos, lo delataban los adjetivos de sus ruidos disfrazados de contenidos, pero vacíos de pertinencia, significatividad, duración y realidad.

Nos invitaron a un recinto, llamado sala docente, donde el impacto de la neurociencia nunca había llegado. Era un lugar contra el aprendizaje, porque vaciaba de oxígeno el cerebro y de rechazo la voluntad de mirar. No deseábamos conversar sobre cómo evaluar los aprendizajes de hoy, sino sobre los motivos que propiciaban el desgano, descuido, desafecto y desatención reinantes en aquella institución que ya no educaba, pero ninguno lo había notado, pero lo sentían. Había angustia, ganas de salir corriendo, pasión por evadir y huir, cansancio, resignación, hastío y odio. Antes amaba a mis alumnos; ahora los tolero, porque no me queda otra opción. Fueron las palabras, el desahogo sincero y triste de una joven maestra. Nadie se había atrevido a decirle que los alumnos sabían, lo veían, cómo se sentía ella frente a ellos.

De la IA pasamos a la IE. De los alumnos pasamos a los maestros. De cómo enseñar pasamos a cómo aprender hoy. De cómo hablar con los alumnos a cómo invitarlos a conversar con los docentes. Del docente tirano pasamos al docente democrático. Una maestra preguntó: ¿Por qué siempre los directivos y coordinadores no participan en estas reuniones, que son necesarias para aprender a ver y a comprender las nuevas realidades de la pedagogía y la educación? ¿Acaso ya saben todo? ¿Acaso el cambio no comienza en y con los directivos? Nos sentimos abandonados. Aquí no hay líderes del conocimiento y la práctica que nos ayuden y acompañen a transformar lentamente lo que hacemos dentro de esta escuela.

Hubo un receso, una pausa, que coincidió con lo que llaman el recreo. Salimos al patio. No había juegos, risas, travesuras, intercambios de miradas; sólo celulares y ruidos de teclas y notificaciones. Una niña nos miró, la única, se acercó y nos rogó: Por favor, no nos detengan.

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