sábado, 15 febrero 2025
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Perros de guerra son otros

El envenenamiento de perros recuerda la firmeza de las luchas por la humanización, al esfuerzo de conseguir derrotar la relativización de valores; a desterrar formas de primitivismo en la convivencia que ha impuesto el modelo gobernante.

@OttoJansen

Una de las cosas que llama la atención al personaje principal de La Peste de Albert Camus, al inicio de esa estupenda obra literaria es cómo empiezan a aparecer en las calles de la ciudad las ratas muertas, “la mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle se le ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero”. Escrita 72 años antes de la pandemia del 2020, pudiera remarcar detalles que preceden o son inherentes a los grandes acontecimientos en las escalas de la existencia. Sin embargo, en los ciclos de la humanidad todo parece olvidarse hasta desaparecer y los pueblos no encuentran advertencias de los signos sencillos y a la vez extraordinarios de cuando las mareas están por presentarse. Ahora, en pleno siglo XXI, debe probarse y contrastarse todo hasta la saciedad y aun así, nada convence.

En el año 2018, si no me equivoco, en Ciudad Bolívar, la capital de nuestra extensa Guayana, Venezuela. Por los predios del casco histórico, en los alrededores del edificio sede de la Gobernación, al lado de la Plaza Bolívar, ocurrió el envenenamiento de los perros callejeros que, en grupos numerosos, tenían en ese perímetro su sitio de mayor estadía. Eran animales con sus típicas correterías y en búsqueda de alimentos. El episodio lo denunció (antes de irse a Colombia) el músico bolivarense Ivo Farfán, quien desde antes del episodio se había dedicado a proporcionar alimentos a estos animales. Pero en medio de las muy acentuadas precariedades de la ciudad y de las protestas que se hicieron sentir en todo el país, el hecho no encontró eco. Ni siquiera ahí, a la vista de las autoridades; nada extraño, conocido el abandono y soledad en los organismos revolucionarios del cuadrilátero de Ciudad Bolívar. El 11 de septiembre, apenas hace días, en su cuenta de la red social X, la periodista Jhoalys Siverio escribió: “La tarde de este miércoles #11Sep. murieron 11 de 15 perros de una comunidad indígena Warao en #PuertoOrdaz, presuntamente envenenados. El resto fue llevado a una clínica y cachorros puestos a resguardo. El Cap. de la aldea hizo la denuncia ante la policía”. También la licenciada, en nota para Correo del Caroní, abundó el pasado martes 23: “Proteccionistas piden apoyo de las autoridades para detener envenenamiento de animales en Ciudad Guayana”.

En comparación inevitable veo aquí, en Lima, por donde ando a la enorme cantidad de canes que acompañan a sus dueños y a otros callejeros. Estos últimos, desenfadados y agiles ni miran a transeúntes o automóviles en su andar. En buen número llevan las chaquetillas para el frío, gastadas y de colores imprecisos. Van a los expendios de alimentos -que son incontables- donde los conocen y les dan de comer. Luego vuelven a las calles, a echarse a las puertas de las residencias a contemplar los días. Claro, no hay por esta capital peruana las ebulliciones sociales, económicas y políticas del nivel que padecen los habitantes venezolanos, pero por eso mismo puede valorarse, como la novela de Camus lo hace, cuando la deshumanización se arrastra hacia no se sabe con certeza qué. Y como episodios de matar a animales indefensos no son otra cosa que signos profundos de una cotidianidad cruel insostenible debido a la inexistencia institucional, aridez de compasión, maltratos y vejaciones para con la población, en la que los perros de las ciudades son víctimas sin remordimientos, del reflejo de una grotesca tragedia.

Transformación

En Venezuela estamos en el torbellino de definiciones lacerantes con el intento de fraude electoral del 28 de Julio que aún se mantiene. Compartimos la afirmación que un ciclo histórico se cerró en nuestra sociedad. Luchamos en estos instantes (Con María Corina y el presidente electo Edmundo González) para que se termine de imponer la civilidad sobre la oscurana totalitaria. Ahora estas acciones por duras que sean no invalidan tener presente aquellas manifestaciones de paciente construcción de la vida integral del estado Bolívar (en el país completo) que queremos se consolide, echada la pesadilla chavista que hoy se antoja infinita. El envenenamiento de perros nos recuerda la firmeza de las luchas por la humanización perdida, al esfuerzo de conseguir derrotar la relativización de valores a los que nos han llevado; a desterrar las formas de primitivismo en la convivencia que ha impuesto por años el modelo gobernante.

No deja de sorprender que algunos imaginen que el avance ciudadano se impondrá por si solo a las graves distorsiones en las que la vida no tiene valor. Se piensa románticamente que la sola buena disposición será suficiente para que tengamos el funcionamiento armónico y pueda desterrarse la saña con la que el Estado revolucionario ha actuado contra los venezolanos. La pandemia (del virus y política) nos alertó y pareció, en esos días, que tomábamos conciencia con el COVID-19, del papel humano y sus singularidades: peces paseando en aguas cristalinas; animales salvajes asomándose a las avenidas solitarias de las ciudades, la manifiesta bondad entre vecinos. Pasado tan solo cuatro años, ya casi que olvidamos la importancia de las decisiones insoslayables en la que la verdad y la libertad deben vencer en todos los terrenos a la maldad. No podemos dejar que la inercia nos absorba cuando se asesinan a 11 seres. No podemos permitirnos se nos envenene el alma y ser cómplices de cerrar los ojos de la solidaridad con los que siempre nos contemplan nuestros perros: los de las guerras contra la felicidad no tienen ese nombre, son otros.