De niño descubrí que las palabras, por sí solas, pueden lograr cosas que parecen imposibles.
Un “ábrete, Sésamo”, por ejemplo, podía hacer que las puertas abrieran sus hojas de par en par, sin dificultad alguna.
Para aliviar cualquier dolor, un “sana, sana, colita de rana” bastaba.
Si tenía que elegir entre varias opciones y dudaba, el “de tin marín de do pingüé” acudía en mi socorro.
En aquel entonces las palabras eran mágicas y las pronunciaba a granel para enfrentar cualquier adversidad: “abracadabra”, “hocus pocus”, “wingardium leviosa”…
Sin embargo, al llegar a la edad adulta, al internarme en los estudios académicos y en la vida monótona, olvidé aquellos trucos de la infancia para ahora creer que las palabras servían solo para representar la realidad y comunicársela a los otros. Algo así como una escueta y aburrida transacción de monedas verbales.
Pero la vida misma me ha vuelto a enseñar que las palabras, aunque son entes incorpóreos, también son capaces de herir, de aliviar, de matar, de servir de alimento, de castigar, de recuperar lo que se ha ido, de sanar, de llenar el alma… Hay quienes dicen que “son el castigo del cuerpo” y otros que “decretan el futuro”. Las palabras atan y desunen, crean y eclipsan.
No ha habido cultura del mundo, de cualquier época o geografía, que no haya conocido o empleado este poder mágico que tienen las palabras.
En la antigua Grecia y Roma, por ejemplo, era de uso común el empleo de las defixiones. Estas eran maldiciones, frases que se grababan sobre pequeñas placas de metal (usualmente de plomo), enrolladas y atravesadas por alfileres o clavos, que por medio de un ritual se depositaban en tumbas, templos o corrientes de agua, y que se empleaban para vengarse de quien había hecho algún mal. Estas delgadas placas de plomo en forma de brazalete, grabadas con el nombre de la víctima, frases mágicas, dibujos y palíndromos, podían ir acompañadas con figuritas humanas, con los miembros mutilados o retorcidos y con alfileres atravesados en ojos, boca o en los órganos sexuales; pero siempre con palabras grabadas.
Amor López Jimeno, profesora de la Universidad de Valladolid y gran estudiosa de las defixiones, señala el ámbito que cubrían estos textos mágicos:
“Así, unas veces se lanza la maldición por deseo o venganza, y otras, de forma preventiva, por ejemplo, ante la celebración de un pleito o para evitar la victoria del equipo contrario en las carreras; otras, en reclamación de justicia por algún daño recibido (difamación, robo); capítulo aparte merecen las eróticas: con ellas se busca separar una pareja formada, evitar el matrimonio del amado con otra, hacer volver al marido infiel o despertar una pasión ineluctable en la víctima. Algunas, incluso, se dirigen contra los dirigentes políticos del momento”.
Amor López Jimeno logró compilar todas las defixiones que se han encontrado a la fecha y las tradujo al español, publicándolas en el libro Textos griegos de maleficio, de la editorial Akal, el año 2001. Transcribo algunas de ellas:
“A Mición yo mismo lo cogí y le até con un conjuro las manos y los pies y la lengua y el alma; y si va a pronunciar alguna palabra perversa sobre Filón, que su lengua se convierta en plomo. Pínchale además la lengua, y si va a hacer algo, que todo se le vuelva vano, se le eche a perder y le desaparezca”.
“Hago una atadura mágica a Aristocides y a las mujeres que se acuestan con él. Que nunca se acueste con otra mujer ni con muchacho”.
“Hermes, hago una atadura a Esquilo y a sus obras”.
“Así como este cadáver yace aquí inútil, así también todo le sea inútil a Teodora, tanto las palabras como las obras dirigidas a Carias y a las demás personas. Que Carias se olvide de estas relaciones. Que Carias se olvide también de la joven de Teodora, de la que aquel está enamorado”.
También existe un uso mágico de la palabra en las culturas indígenas venezolanas. Entre los pemones, por ejemplo, se conocen los llamados “tarén”. Estos son ensalmos o invocaciones mágicas que se recitan en voz baja y pueden ser tanto benéficos como maléficos. Los hay para muchas finalidades: para curar enfermedades, para aliviar el despecho, para viajar en avión o para hacer que los guardias se duerman y poder así pasar contrabando. Para todo hay un tarén.
Fray Cesáreo de Armellada y Carmela Bentivenga de Napolitano recopilan varios de ellos en el libro Literaturas indígenas venezolanas, de 1974, editado por Monte Ávila: tarén contra las manchas de la piel, tarén para que el perro sea buen cazador, tarén contra el aguacero que se ve venir, tarén contra los ardores del estómago, tarén para echar fuera la loquera, tarén para voltear hacia nosotros el corazón de una mujer, tarén para los que estén como eclipsados, tarén para calmar el corazón de la mujer enamorada…
Este asunto de la lengua como llave de otros mundos lo estudió con minuciosidad Ángel Rosenblat en un hermoso libro titulado El sentido mágico de la palabra y otros estudios (Ediciones de la Biblioteca de la UCV, 1977). Allí, Rosenblat nos reafirma la cualidad universal de esos objetos alados y fantásticos que salen de nuestra boca y de nuestra escritura:
“Él poder mágico de la palabra parece propio de todos los pueblos. Todo rito, todo acto mágico tiene su fórmula verbal, que debe cumplirse con absoluta precisión, con su ritmo propio. El mago -o brujo, hechicero, encantado, jorguín, cohen, piache o moján- tenía siempre, en su variado arsenal, un rico repertorio de palabras, fórmulas, oraciones. No hay mago sin palabras mágicas”.
Hoy, aunque no queramos verlo, entre nosotros persiste aún el uso mágico de la palabra. En las cadenas que se envían por WhatsApp, en las placas de agradecimiento a santos, en las groserías, piropos y bendiciones, en ellos seguimos haciendo del lenguaje una extensión de nuestro ser y una llave para acceder a otros mundos.