A Gladis de Salcedo, la bibliotecaria
Nací en un hogar sin libros. Nací en una calle donde nadie leía. Leer no ayudaba a los mayores a alimentar a su familia. Leer estorbaba la caza de perdices; la pesca de sardinatas, pavones y dorados; la búsqueda de iguanas, morrocoyes y venados. Leer era un estorbo para los amigos y amigas. El paraíso estaba en encontrarnos en la cancha de tierra y llenarnos de heroicidades imaginarias; rogar la llegada de la noche, para repetir los cuentos del miedo y las muertes de algunos que ayer estuvieron allí con nosotros. El carácter se forjaba sin la palabra escrita, sin ese misterioso objeto que un viejo y cansado asesino de nuestra calle llamaba la otra vida: el libro.
Una tarde regresé feliz de la escuela: Grupo Escolar Francisco Conde, aún ubicado en el barrio Las Batallas. Cursaba quinto grado de primaria. Había sido escogido como ayudante de la biblioteca. Mi madre y mi padrastro escucharon mi cuento, pero no mi primera y definitiva pasión de vida. Ella preguntó: ¿Eso para que sirve? Él, mientras acariciaba la cresta de un gallo zambo, en voz bajita, expresó su deseo: Ojalá esa biblioteca te sea útil, como las espuelas de este mi animal preferido, que traen dinero a la casa. Tenía presente las palabras del asesino, Plagató, sobre lo que producían los libros: otra vida. Ahora tenía una casa con libros: la biblioteca del colegio, dirigida por la seria y silenciosa profesora Gladis de Salcedo. De ella vino mi primera lección sobre el hábito amoroso de leer y convivir con los libros: Para estar aquí, deberás escoger y leer un libro cada semana.
Toda esta historia para decir que un maestro o una maestra que no aman leer, están incapacitados para despertar en sus alumnas y alumnas la pasión y el hábito por esa otra vida. Su lección inolvidable será el desprecio por los libros y la lectura. Educamos con lo que somos y hacemos. Y la educación tiene dos alcances: construir o destruir. Hay profesores que destruyen la posibilidad de ser más humano; también existen los que ensanchan y potencian la maravilla humana. Con ambos nos hemos topado. Agradecemos a los que nos han enseñado a forjar las herramientas intelectuales, afectivas y espirituales para abrir las puertas y ventanas de la alegría de asombrarnos con los libros. Porque una maestra apasionada educa para una vida apasionada. El otro, quien odia el libro y la lectura, educa para el desgano, el bostezo, el odio y la miopía del corazón. Éste exige, no espera. Y un maestro exige lo que no tiene en sí mismo. Aquél espera, aguarda, propicia, prepara el acontecimiento más íntimo de un hombre o de una mujer: Leer. Ese verbo del cuerpo vibrátil.
Leer es un hambre sagrada, por ancestral. Es una pasión educada por la admiración. Es vivir anhelando la otra vida. Es un viaje con los mapas íntimos del otro y la otra. Es postergar la caza y la pesca de animales e invocar la llegada de una pizca de misterio al cuerpo que no desea continuar paralizado. Ésas son las responsabilidades de quienes eligieron vivir enseñando y educando a quienes deben aprender y ser responsables de la vida con los demás.
Un maestro que no lee, no inspira; aburre. Una maestra que no lee, muestra un mundo empobrecido y limitado. Alumnos y alumnas testimonian, por víctimas, esa tragedia. Otros llevan consigo el milagro y las huellas de quienes, en el aula, les presentaron la otra vida: un libro inolvidable. Porque un libro tiene el poder de indicar senderos, ésos que elegimos y nos hacen ser personas civilizadas; hachas contra la barbarie que nos traen los ríos vacíos de palabras.