sábado, 18 enero 2025
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No pregunte, responda

Éramos simuladores y simuladoras, los antecedentes de la fotocopiadora y el escáner, con la reflexión castrada. La tarea consistía en repetir irracionalmente.

Nuestra madre y nuestro padre nos obligaban a no responder, mucho menos preguntar. Era la consigna pedagógica y educativa de la familia y la escuela. Los hijos y alumnos, las hijas y alumnas tenían que acatar y ejercer un único mandamiento: responder. Preguntar era una especie de delito, crimen, ofensa a los mayores. “Usted se calla, cuando habla/en los mayores”. Entendíamos que el mundo, el nuestro, estaba integrado, parecía, por menores y mayores. Nosotros éramos, fuimos los menores. Los callados, los que a escondidas refunfuñábamos, esa forma de protesta larvada y anidada en las esquinas o rincones de la casa y la escuela. Pero algo nos resultaba extraño, algo olía a podrido en toda aquella dinámica del “lo hacemos por tu bien, para que seas un hombre de bien, una mujer de bien”. Y fuimos creciendo percibiendo ese olor, esa repugnancia en el cuerpo, cuando éste recordaba o revivía el hábito de estar mudo, callado, vacío de preguntas e inquietudes; porque ser un hombre, ser una mujer, era amar la mudez, amar la violencia de la inhibición del preguntar. Te basta con aprender a responder; preguntar, estorba, nos repetían. Eso era ser amado.

La escuela era la consagración de la mudez. Hablabas para responder. Estabas obligado y obligada a tener respuestas. Poco importaba si las comprendías, si dudabas, si hallabas contradicciones. Poco importaba si pensabas. Otra consigna: no pienses, repite tal cual dice el autor del libro, tal cual dije en clase. Las tareas consistían en responder una serie de preguntas que te impulsaban a transcribir textualmente, al calco, lo que estaba en el libro. Éramos simuladores y simuladoras, los antecedentes de la fotocopiadora y el escáner, con la reflexión castrada. La tarea consistía en repetir irracionalmente. El cerebro era un órgano muerto, un órgano vegetal. En la primaria, aprender matemáticas consistía en repetir “las operaciones fundamentales”. Repetir, repetir, mirando el techo. Si preguntabas para qué servía tanta repetición, te suspendían y citaban a tus representantes, porque tu conducta alteraba la paz del aula y la escuela.

Pero siempre existe un cuerpo, un espacio, un tiempo de excepción e inflexión. Antes de marcharte de la primaria, convives con maestros y maestras que fracturan la aberración de la normalidad. Te encuentras con las maestras Judith, Zaida, Nuris y el maestro Valenzuela. Ellos te inyectan los virus de la inquietud, el dilema y la pregunta. Egresas de la escuela enferma/o de preguntas, de curiosidad, de ganas de dudas, de ganas de distinguir la raíz y el tronco de los árboles. Egresas convertido en un futuro ser problemático; es decir, una persona que problematiza, atento a las experiencias dilemáticas. Una persona que anhela el conocimiento que permite comprender y solucionar los problemas y obstáculos que propicia una vida calmada y civilizada.

Así llegas a la secundaria. Ese ámbito, ese lugar donde a los elefantes aún les queda por vivir. José Donoso lo sabía. En el liceo no van a morir esos animales memoriosos y míticos. Allí te topas, te tropiezas, te encuentras, te desencuentras, te alejas, evitas a los castradores pedagógica/os de la escuela, que tienen sus continuadores en los liceos. Entiendes el darwinismo pedagógico, que no educativo; lo comprendes e internalizas y ejecutas profundamente. Antes ellos debes sobrevivir, ser muy y el más fuerte. Ante Yudit Cedeño, Pastora Medina, María Eugenia Diaz, Arístides, Sifontes, Espinoza, Ana González, Santina, Jerónimo, Yalinis, Alcides, Yorbelis, Cañizales, Mata… comienzas a rendir respeto, a temer a los conceptos y definiciones de la verdad. Ellos te invitaban a preguntar, a dudar, a llenarte de verbos y vaciarte de adjetivos. Te vas convirtiendo en una mujer, en un hombre que le habrá de costar la verdad, porque habrás de poseer opiniones, nunca verdades. Habrás de decirle, con el ejemplo, a tus hijas e hijos, alumnas y alumnos que aprender es asumirse ignorante, pero con ganas de aprender a vivir y compartir la duda, la pregunta, la discrepancia. Ese triángulo que permite la lucecita del cocuyo, de la ancestral y fundacional luciérnaga. Ese insecto que sabe tanto de los secretos de la oscuridad.

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