lunes, 18 marzo 2024
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Mugre Rosa: prognosis de la distopía

Mugre Rosa es la novela de la descomposición del paradigma civilizatorio postindustrial que se ufana en proclamar altivamente su modelo en la basuraleza antropocéntrica.

Los lectores del mundo de habla hispana de nuevo somos sobrecogidos por el grato regocijo estético e intelectual por la encomiable decisión del Grupo Editorial Penguin Randon House al lanzar al mercado la novela con sugerente y lacónico título Mugre Rosa, de la escritora uruguaya María Fernanda Trías (Uruguay, 1976). La edición que tengo conmigo es la primera, correspondiente al mes de abril del presente año 2021, que Randon House puso en circulación en Bogotá-Colombia, lugar de residencia de la novelista, también traductora y profesora de Creación Literaria graduada en la Universidad de Nueva York.

A esta novela de Trías le antecede un vigoroso y consistente corpus narrativo representado en títulos como: Cuaderno para un solo ojo, La azotea, La ciudad invencible, y el libro de relatos No soñarás flores. Sus cuentos han sido traducidos a idiomas tales como: inglés, italiano, francés, portugués, hebreo y próximamente al danés y otras lenguas modernas.

Mugre Rosa es una auténtica caja de Pandora; por doquier saltan agradables sorpresas mientras el lector va leyendo, asombro tras asombro, sus hechizantes 218 páginas de magistral escritura creativa.

Ciertamente, no se trata de una novela de la pandemia, ni sobre el virus que se cierne sobre la humanidad y tiene en vilo a la especie humana como la mediática fatua y superficial quiere hacer creer tal vez por razones de crematísticas ventas. Mucho antes de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) anunciara al mundo formalmente la existencia de una pandemia por efecto de un contagioso virus conocido como Sarscov-19 la novelista se había sumergido en las profundas y turbulentas aguas de los sueños y de la insobornable imaginación creadora y se había adelantado un largo trecho a la realidad empírica y fáctica que sobrevino con el virus.

En efecto, la coartada temática que sirve de eje argumentativo es un extraño “viento rojo” que abate sobre el puerto de una ciudad prodigiosamente invencionada por la autora y que muy bien podría ser una perfecta réplica de la Santa María de su coterráneo universal e inmortal Juan Carlos Onetti. El lector que tiene la fortuna de acceder a la lectura de estas páginas -si es inteligente y se deja guiar por las diestras virtudes narrativas de la autora- puede vislumbrar e incluso experimentar, si así se atreviere su disposición anímica y temperamental, los efectos psicológicos y sensitivos de esos sueños y aventuras oníricas que desencadenan este viaje surrealista tributario de la más ígnea imaginación que un narrador haya osado acometer en la poética de la novela de los últimos 50 años de la novela latinoamericana. Llama poderosamente la atención del lector atento y acucioso el epígrafe de Vilém Flusser sobre la línea de una sola dimensión y la superficie de dos dimensiones y la diferencia que distingue a ambas; es decir, la materia prima con que se fragua la aventura verbal de la novela, esto es; la dimensión temporal del relato de largo aliento. Desde Heródoto y Tucídides sabemos que las historias se narran en pretérito; es decir, se cuentan hechos, sucesos, acaecimientos, eventos, situaciones de cualquier índole que afecten a la especie humana pero que ya han sucedido en el tiempo-espacio y se relatan oralmente o por escrito para que no se pierdan en el tremedal del tiempo y no se los trague el olvido. Fernanda Trías sabe bien de esta primera y fundamental ley de la historia; no obstante, confecciona un extraordinario y delirante artefacto narrativo que riela en tres dimensiones temporales y le importa un pepino o un cacahuete si el lector piensa que la novela debe ser narrada en pasado, pues ella rompe con aviesa conciencia del oficio de contar la petrificada manera de narrar en pasado. De hecho, la novela es un terrible ejercicio de anticipación. La literatura diagnóstico-crítico de la realidad presente de nuestro tiempo real e histórico y también paradójicamente como contrapartida dialéctica se explicita en el plano estético verbal como saber e intuición sensible contrahegemónico.

Mugre Rosa es la novela de la descomposición del paradigma civilizatorio postindustrial que se ufana en proclamar altivamente su modelo en la basuraleza antropocéntrica. La contaminación del aire y de las aguas por una extraño agente contaminante que causa incurables contagios en el relato novelesco le hace pensar al lector en Chernóbil o en accidentes nucleares como Fukushima. Una lección que se desprende de la lectura de esta magnífica novela es la verdad apodíctica e irrecusable de que “el hombre es el cáncer de la naturaleza” y su sentido sobre la faz de la tierra se explica por su irreversible capacidad de polucionar lo que a ojos vista va quedando como una triste y lamentable carroña cósmica, es decir al melancólico y esquizoide planeta expoliado y esquilmado por la mano destructora de homo sapiens engreído e irremediablemente vanilocuente.

Dentro de lo que la novela deja ver evidentemente como disposición arquitectónica del discurso narrativo la autora inserta a modo de paratextos antecapitulares unos enigmáticos versos de extrañas y profundas verdades de cortante instantaneidad lírica. Inequívocamente, son poemas conscientemente intercalados al comienzo de capa capítulo que obviamente están justamente ahí como goznes o bisagras de la cancela que da la bienvenida a cada estructura capitular de la novela.

“La epidemia (léase bien, no la pandemia) nos había devuelto lo que años atrás parecía irreversible: un país de lectores…” (página 12).

Es una novela para nada complaciente con el lector y naturalmente no se la pone nada fácil a la llamada crítica literaria o lectores expertos o profesionales, pues abunda en rupturas de moldes y preceptos tradicionalmente aceptados e instituidos como parámetros y pautas de lo que se sabe circula “normalmente” como reglas del oficio del narrador…

Diálogos que no son diálogos, o mejor dicho que sí lo son pero también son mucho más que eso. Pareciera que el lector asiste a la contemplación de un sueño de alguien -el narrador- que está contando una multiplicidad de tramas y subtramas anecdóticas que a su vez tejen un abigarrado tapiz de historias mínimas dentro de un torrente de relato macrocósmico. Los límites geomorfológicos de la novela son sus bordes ilimitados que el lector pueda imaginarse en cada caso de acuerdo con sus registros personales de intelección. No hay un narrador omnisciente que nos cuente la historia o las historias de Mugre Rosa como si de un demiurgo se tratara. La primera persona del singular rige el discurso novelesco pero es un yo raro, como escindido de sí, da la impresión de que el yo narrador que cuenta se escinde o se subsume en otros yoes que parecieran enajenados por los efectos de unos síntomas apocalípticos de fin de mundo que anuncian un aire irrespirable y asfixiante que prefigura indefectiblemente la democratización de la muerte allende los mares, más allá de la bruma de la neblina que envuelve el “viento rojo” que explícitamente se narra en estas páginas.

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