Diversos son los enemigos del libro.
Los hay en forma de insectos, de pequeños bichos que gustan devorar miles y miles de páginas ignorando valor, rareza o tamaño del texto-banquete. Estos mineros del papel construyen túneles dentro de las obras, excavando rutas que les conducirán hacia otros suculentos libros.
También el agua y el fuego forman parte de las filas enemigas del libro y todos conocemos ya el resultado de tales desencuentros: o cenizas que revolotean de un lugar a otro o mazacotes de papel húmedo donde germinarán los hongos a placer.
Sin embargo, de todos, quizás el hombre sea el más nefasto de los contrincantes: el fanatismo, el abandono, la corrupción y la ignorancia han hecho los peores destrozos a la historia de la bibliografía y el saber.
William Blades, un inglés del siglo XIX, impresor, historiador de la imprenta y coleccionista, elaboró una lista de estos adversarios del papel y la publicó en 1880 con el título de Los enemigos de los libros. Este texto es una interesante colección de amenas historias de libros y bibliotecas que han sucumbido a la destrucción. Organizado en diez capítulos, cada uno se centra en un enemigo en particular: el fuego, el agua, el gas, el polvo y el abandono, la ignorancia y el fanatismo, los insectos, otras plagas, los encuadernadores, los coleccionistas y los niños. Con relatos que harían emocionar a la misma Irene Vallejo, la de El infinito en un junco, en el texto de Blades se cuentan historias como la de unos corsarios que se apoderaron de una de las tres embarcaciones que se desplazaban de Venecia a Londres, mudando una valiosísima biblioteca, y que, desilusionados por no encontrar joyas, arrojaban uno a uno los libros al mar; o la descripción del llanto de Boccaccio ante el mal estado de la biblioteca del monasterio de Montecassino, con libros desparramados por el suelo, descompuestos y llenos de gusanos. Irene Vallejo destaca una de las historias de Blades y que bien vale la pena transcribir aquí:
“Cuenta Blades que, en el verano de 1887, un caballero amigo suyo alquiló unas habitaciones en Brighton. Encontró en el retrete unas hojas de papel disponibles para limpiarse. Las colocó sobre sus rodillas desnudas y, antes de usarlas con finalidad higiénica, paseó la mirada por el texto, escrito en letras góticas. Tuvo el presentimiento de un hallazgo. Emocionado, resolvió con prisa sus asuntos corporales y las minucias de limpieza, y salió a preguntar si había más hojas en el lugar de donde habían cogido aquellas. La casera le vendió los restos desencuadernados que quedaban y le contó que su padre, a quien le encantaban las antigüedades, tuvo en tiempos un arcón lleno de libros. Tras su muerte ella los guardó, hasta que se cansó del estorbo. Imaginando que carecían de valor, los dedicó a suministro para el retrete, donde estaban a punto de naufragar los últimos pecios de la biblioteca heredada. El libro que tenían entre manos resultó ser uno de los ejemplares más raros y escasos de la imprenta de Wynkyn de Worde, una obra titulada Gesta Romanorum en la que Shakespeare había encontrado inspiración para sus piezas teatrales. Solo quedaba imaginar los tesoros bibliográficos que estuvieron abasteciendo diariamente las letrinas de aquella pensión inglesa”.
En las historias compiladas por Blades, el ser humano es una insaciable polilla de dos patas.
No hay que ir muy lejos para encontrar historias sorprendentes de destrucción de libros. Aquí en Venezuela vimos, en décadas recientes, cómo se aniquiló el sistema del libro (con sus imprentas, editoriales, librerías y bibliotecas), simulando, en cambio, querer hacer lo contrario.
Desde la propaganda gubernamental se elogiaban los proyectos de apertura de librerías, edición masiva e importación de libros, que inundaron el mercado venezolano con textos a menos de un dólar, pero la realidad fue otra: la bibliodiversidad disminuyó; es decir, los temas de esos libros que se importaban y que se editaban como churros respondían a una ideología en particular, afín al gobierno, lesionando la libertad del lector de consultar a autores de diversas perspectivas. Al respecto, en un reportaje de la BBC del 2009 titulado Venezuela: “sobran” y “faltan” libros, el para entonces presidente de la editorial gubernamental El Perro y La Rana, Miguel Márquez, respondió esta acusación de poca diversidad bibliográfica. Relata la periodista: “Márquez repasa las páginas del catálogo de su editorial y niega que solo dé cabida a una corriente de pensamiento. Habla de una variada colección de teatro y da como ejemplo que también incluye poemas del nicaragüense Rubén Darío, ‘que no me van a decir que era chavista”. Sin palabras.
Por si fuera poco, los libros importados, y que se vendían a un ínfimo precio, terminaron por acabar con las librerías e imprentas tradicionales ante tamaña competencia desleal y de dólares preferenciales. Y la guinda de la torta: surgieron luego acusaciones de corrupción en esa importación de libros, con sobreprecios que triplicaban el costo original.
El saldo de esa mentira fue la desaparición de las librerías (a duras penas resisten hoy unas pocas), golpe bajo a las imprentas (que ya ni almanaques hacen) y destrucción de las bibliotecas (que fueron abandonadas, sin presupuesto, muchas de ellas saqueadas e invadidas).
Si William Blades viviese en la Venezuela de hoy, de seguro habría añadido un nuevo y extenso capítulo a su libro.