Los concursos literarios cumplen una valiosa función: son una oportunidad para que los nuevos escritores muestren sus obras al mundo, estimulan la creación, tejen y refuerzan redes entre los distintos sectores de la industria del libro y, además, con cada veredicto, se va construyendo una radiografía, una instantánea de esa oruga que pronto llegará a ser literatura.
Son, entre otras cosas, una estrategia eficaz que contribuye a mantener encendida la chispa de la escritura y de la lectura.
Sin embargo, poco se sabe aún de las batallas emocionales y de los conflictos interpersonales y de poder que se libran tanto en concursantes como entre quienes integran los jurados. Al respecto, he oído anécdotas de todo tipo, como concursantes que acosan a los jurados para que les otorguen el premio (sí, eso ocurre), o como las que hablan de escritores “cazapremios” cuyo único objetivo es vivir del dinero obtenido tras cada certamen. Se afirma, sobre este tema, que el escritor que ostenta el mayor número de premios es el español Manuel Terrín, nacido en 1931, y quien para el año 2012 había acumulado ya 1.769 galardones. Luego de diez años esa cifra de seguro habrá aumentado.
También he leído sobre las censuras, las presiones y los sinsabores que dejan algunos premios literarios. Es conocido el caso de un concurso literario que ofrecía un sustancioso premio en metálico y que estuvo organizado por el gobierno de Guzmán Blanco, en la Venezuela del siglo XIX. Los participantes debían presentar un poema que desarrollase el tema “el poder de la idea”. Muchas obras participaron y, al final, el jurado decidió por unanimidad elegir como ganador el poema enviado por Francisco Guaicaipuro Pardo. En su poema, Pardo elogia a los grandes pensadores de la historia, entre ellos al científico Galileo Galilei. El presidente Guzmán Blanco, luego de leer la obra ganadora, y al darse cuenta de que no se le mencionaba en ninguno de los versos, ordenó airadamente a su secretario: “Díganle a Pardo que le cobre el premio a Galileo. Eso es para que tenga idea del poder, ya que tan bien enterado está del poder de la idea”.
La vida me ha llevado a estar a ambos lados de los concursos. He sufrido la angustia del escritor que envía su manuscrito, que simula indiferencia y no sabe qué hacer para que pasen rápido los días hasta que llegue la fecha del veredicto. También he sido jurado, y como tal me he esforzado para conciliar opiniones y no truncar injustamente la aspiración que pudiera tener alguna persona por convivir con la escritura y ser reconocido por ello.
De esa doble experiencia he aprendido que los concursos, sea cual sea el resultado, representan un hecho significativo, vital, que en ocasiones puede sellar definitivamente el destino de los concursantes.
Miguel de Unamuno supo esto a los 28 años.
Antes de dedicarse a la filosofía y a la literatura, Unamuno tenía como pasión la filología y en especial la lingüística. Había invertido varios años en su formación y su meta era convertirse en referencia de esa disciplina.
Para ello, Unamuno decidió participar en un concurso organizado por la Real Academia Española, en 1893, sobre la gramática del Poema del Cid. El premio consistía en 2.500 pesetas, medalla de oro y publicación de 500 ejemplares.
Unamuno envió un manuscrito de 687 páginas, sin firma, identificado con un lema y titulado Gramática y glosario del Poema del Cid. Contribución al estudio de los orígenes de la lengua española. El trabajo incluía análisis fonético, morfológico, sintáctico y un glosario. Unamuno fue el primero en enviar una obra al concurso y, en total, solo se presentaron cuatro trabajos.
La angustia y la impaciencia carcomían el alma de Unamuno por la larga espera: el veredicto no se hizo público sino en febrero de 1895, casi dos años después.
Finalmente ganó un muchacho cinco años más joven que él, llamado Ramón Menéndez Pidal, quien tiempo después, en 1925, sería director de la misma Real Academia Española y destacado filólogo.
La decepción de Unamuno fue tal que nunca más quiso saber de la lingüística y ni siquiera fue a retirar su obra concursante.
82 años después, en 1975, alguien descubrió el olvidado manuscrito…
Otras páginas
– Concursos de aquí: Ciudad Guayana ha tenido una larga tradición de concursos literarios. Diversas instituciones, tanto públicas como privadas, entendieron la importancia de los certámenes y durante décadas, desde los setenta y ochenta en adelante, se llevaron a cabo varias actividades de este tipo en la ciudad. Entre esas instituciones se encuentran: Casa de la Cultura de Ciudad Guayana, Fundación La Salle, Ateneo de Ciudad Guayana, Unexpo, UNEG, UCAB, Ferrominera Orinoco, el Centro de Formación Permanente Luis Beltrán Prieto Figueroa, Alcaldía del Municipio Caroní y muchas otras. Esta tradición es hoy casi inexistente y solo subsisten los concursos de poesía de la Fundación Abraham Salloum Bitar y de Buscadores de Libros. La historia de todos estos concursos, de sus jurados y ganadores, espera para ser contada.
– Un estado: “Cuando el médico te prescribió quince días de reposo y sobre todo, no escriba”, recordaste de golpe la definición de Musil pero habría sido inútil decirle: Mire, doctor, escribir no es una actividad sino un estado. Y él no habría podido entender que ese estado es de mayor tensión cuando no escribes, o sea que en lugar de hacer caso de sus pendejadas, tú te recetas: “y, sobre todo, escribe”. Jorge Enrique Adoum