@RinconesRosix
Algunas obras han sido interpretadas desde una óptica tan plausible y poderosa que se han convertido en clichés. Edipo Rey se nombra desde la lectura de Sigmund Freud, y de allí no pasa en el imaginario público; o sobre la dicotomía civilización-barbarie que redujo a Doña Bárbara y buena parte de la obra de Gallegos. La obra 1984 de George Orwell ha caído en la pesadez y la indefinición de los clichés sobre el poder del “Big Brother” y sus tentáculos controladores contra la población. Son ellas obras que despertaron debates significativos dentro de contextos determinados, pero hoy en día, sus conceptos no se entienden del todo o no son tan trasladables como parecieran. Entre el olvido y la pereza, el desgaste ha mermado esas lecturas.
Como ejercicio, la obra de Sófocles puede leerse desde la antropología de una nación que cae en desgracia a causa de la corrupción, siendo el dilema señalado por Freud uno de sus conflictos. En Gallegos es de detalles buscar sus exploraciones y desencuentros con los sueños de erigir una cultura venezolana. Con Orwell, las analogías no son tan automáticas como algunos las pintan, y se ha usado el término “orwelliano” en casos discordantes con sus ideas. En todo caso, con los cambios de escenarios, releer se vuelve necesario.
A Orwell le hubiese espantado saber que su obra habría de caer en la pobreza del lenguaje que a él tanto le horrorizaba. Su obra gira alrededor de cómo el poder, mientras más absoluto más peligroso, intentará destruir la riqueza del lenguaje y así someter el pensamiento. Peor que los micrófonos escondidos o la red de espías (un escenario que vendría a predecir el implacable estado policial de Alemania Oriental), peor que esa intimidación, ha sido la disminución y desaparición de vocablos que evocan una forma distinta de entender la realidad. Semejante empobrecimiento es deliberado por parte de los regímenes y gobernantes autoritarios, y esa es la tesis de George Orwell no solamente en 1984, sino también en su ensayo La política y el idioma inglés.
En la novela 1984, el ministerio de guerra se llamaba el Ministerio del Amor. En esta Venezuela se puede decir exactamente eso sobre el Ministerio de Educación, que hace lo contrario: oscurecer el pensamiento para imponer una historia. En esa comunicación del poder, este régimen incluye los eufemismos de rigor, los ministerios con nombres culebréricos o kilométricos, las frases largas y vacías o cínicas, como la de los “privados de libertad”. El muro mental está construido de bloques y bloques de propaganda. Escapar a esto requiere apagar los televisores, la radio, taparse los oídos ante las alocuciones del gobierno. Sin embargo, las frasecitas entran en el torrente diario de las comunicaciones para difundirse a una población incauta, ya alejada de los debates libres y abiertos.
Por otra parte, la labor de los periodistas es informarse y “adivinar” las intenciones de estos repugnantes gobernantes de facto. Algunos ya se han inmunizado, otros traducen el anverso del mal tras los mensajes estrambóticos y burlones, mientras hay quienes aún no advierten el peligro y continúan siguiendo la corriente de frases y slogans. Una labor similar era la de Winston, el protagonista de la novela de Orwell, quien trabajaba como censor en el Ministerio del Pensamiento.
La pesadilla de Winston era que el régimen revolucionario del Big Brother había censurado tanto la historia, había hecho desaparecer tantos originales para sustituirlos por las versiones ajustadas a su “narrativa”, que él se angustiaba ante semejante pérdida de la memoria. Es por eso que Winston, el protagonista, en su búsqueda de referencias del pasado, prefiere sumergirse entre los pubs (bares) y calles de los proletarios de la ciudad de Londres. Como el autor, Winston idealizaba a los proles (la clase trabajadora y abandonada por el régimen), justamente por no estar tanto en el radar del poder, y por su mayor espontaneidad y autenticidad. En una de las escenas de pubs, Winston se consigue con un hombre de edad suficiente como para haber conocido la Londres pre-revolucionaria, y se acercó a él para hacerle preguntas, todas centradas en una: ¿usted vivía mejor antes o después de la revolución?
Sin embargo, la labor del protagonista se tropieza con una piedra: el vocabulario público limitaba las respuestas. A causa del nuevo lenguaje revolucionario, el inglés había caído en desuso y había extinguido no sólo las palabras, sino el significado de ellas en la mente del hablante. Y hay algo más: el narrador en ningún momento se refiere a la escasa escolaridad de los proles como explicación sobre sus dificultades para pensar la realidad, porque su tesis va más allá. Por ejemplo, una vez el protagonista desiste de continuar con sus inquisiciones, invita al señor a tomarse una cerveza. Una vez en la barra, sabemos que es reducida la variedad de licores, tres o cuatro nombres, y que en su mayoría son sintéticos. Cuando el señor invitado pide una pinta (medio litro) de cerveza, el barman no entiende la medida y le dice que puede darle “un litro”, porque no entiende eso de pintas ni de medio ni de un cuarto de litro. Varias conclusiones se pueden extraer de ese diálogo, pero aquí vale destacar el punto sobre cómo incluso las medidas han decaído como códigos de descripción del mundo. Innegablemente, la frustración del señor ante el barman había revelado la respuesta sobre el antes y el después histórico.
Cuando se lee la novela, no queda duda de que el modelo autoritario del Big Brother está inspirado en la experiencia del autor con el régimen comunista, a quien ya le había visto las garras; sin embargo, su preocupación puede ser aplicada a cualquier otro régimen antidemocrático. El poder somete y es a través de sus mensajes superficiales, su propaganda, la fabricación de un consenso casi suicida, la manipulación y asfixia del lenguaje. Mientras más autoritario y totalitario, peor la enfermedad. En consecuencia, una resistencia centrada en el bienestar del individuo requiere un debate, recuperar valores o intereses olvidados, anhelos, todo aquello a lo que ya muchos han renunciado.
Es hacer consciencia de semejante manipulación y burlarse de ella, arrancarla de raíz y subordinarla.