De todas las formas posibles de la comunicación, la música quizás sea el medio preferido de los dioses. Eso lo supo el mítico Orfeo cuando empleó su lira para alcanzar con ella lo imposible: ir al Hades con el propósito de rescatar a su amada recién fallecida. Con la música, Orfeo amansó bestias, incitó las pasiones humanas y divinas, y llegó incluso a conmover hasta a las piedras mismas, demostrando así que las melodías todo lo pueden.
Ovidio, quien contó esa hazaña en su Metamorfosis, solo pudo describirla empleando hipérboles: “Mientras cantaba con la música de la lira, las almas rompieron a llorar. Tántalo no se esforzó en alcanzar las aguas que siempre se retiraban, la rueda de Ixión se detuvo, los buitres dejaron de picar el hígado de Titis, las hijas de Danao dejaron de llenar sus vasijas y Sísifo descansó sobre una roca”. La música, representada así desde la exageración, es la puerta que nos permite atisbar otras realidades e imaginar el asombro.
También en la mayoría de las religiones del mundo, por no decir todas, la alabanza en forma de cántico es la que usualmente se oye. Ruegos, peticiones, ofrendas, sortilegios de chamanes, todos van siempre acompañados de sonoridades, pensando quizás que con el ritmo, la armonía y la melodía se puede agradar con mayor eficacia a los custodios de las moradas celestiales. Si lo pensamos bien, esta universal presencia del canto en las religiones tal vez se sustente en la esencia misma de la música, hecha de dos elementos misteriosos e insondables, como los dioses mismos: el tiempo y el silencio.
Sin embargo, la música no solo ha servido al ser humano para entablar diálogo con el misterio y la divinidad. Se canta además para la tristeza y la felicidad, para el desamor y el idilio, para el tedio y la aventura. Cantamos desde la cuna hasta la tumba.
Desde la misma aparición del ser humano, la música lo ha acompañado como instrumento y lenguaje de sus expresiones más íntimas, haciendo del oído la residencia del alma, la identidad y la razón. No gratuitamente Sigmund Freud llegó a afirmar que el sentido auditivo es el más ligado a las vivencias afectivas del hombre: “podemos dejar a un lado los componentes visuales de la representación verbal adquiridos en la lectura e igualmente los componentes de movimiento. La palabra que se graba en el preconsciente es, esencialmente, la palabra oída. Es pues la palabra hablada la que queda registrada en el preconsciente eficaz que puede volver a hacerse fácilmente conciencia”.
Así, lo que registra la conciencia y se graba a nivel profundo es lo que nos alcanza a través del oído. De ahí que el mundo nos llegue en realidad a través de los sonidos más que por cualquier otra sensación. El mundo del niño, desde que aún el feto flota en el vientre de la madre, es un universo sonoro que luego será inundado por la voz y arrullo de los padres, y los cantos de las adivinanzas, los trabalenguas y los juegos infantiles.
El oído es el que condensa las mayores virtudes y eslabones que nos conectan con el mundo y con nosotros mismos. Lo “inaudito”, es decir lo que no puede creerse ni entenderse por extraño, tiene por significado etimológico “lo que no se ha oído”; es el mismo sentido de la palabra “absurdo”, cuya expresión, relacionada con la “sordera”, lo disonante, remite a lo ilógico e irracional. El silencio o el ruido son entonces el germen de lo irracional y el sinsentido.
Vínculo con lo divino, crisol de emociones y parturienta de la razón y la consciencia, la música ha tenido también, como todo arte, la tarea de mostrar las claves de su tiempo. Así, no solo son las notas las que se imprimen sobre las líneas del pentagrama; también pueden entreverse los sueños, las pesadillas y las experiencias de vida de cada época. La música, así como la literatura y el arte en general, tienen tatuadas el “espíritu” de su contexto y en esa relación es posible divisar lo que el arte quiere decirnos de nosotros mismos.
Es ese quizás el significado de las palabras de Jacques Attali, dichas en su libro Ruidos: ensayo sobre la economía política de la música, cuando invitó a percibir el mundo desde otros sentidos: “Desde hace veinticinco siglos el saber occidental intenta ver el mundo. Todavía no ha comprendido que el mundo no se mira, se oye. No se lee, se escucha. (…) La música es más que un objeto de estudio: es un medio de percibir el mundo”.
Hoy se percibe un cambio en la tecnología de la palabra y de la difusión de las obras, mostrando cada vez más un inusitado interés por la oralidad. El audiolibro, los podcast, aunque no lleguen a sustituir del todo a los otros soportes y formatos, nos dicen con el cada vez mayor interés de los consumidores que el oído también es una excelente opción que permite buscar los rastros de lo que fuimos y, por ende, de lo que nos ha llevado a ser lo que somos. Como Orfeos modernos, sabemos que en las melodías, en los sonidos, y no solo en la imagen, también se esconden otras formas de decir y hacer. Otras posibilidades.
Quizás leyendo con los oídos podamos comprender al mundo de una vez por todas. Porque, a fin de cuentas, quizás no se trate de interpretar ni de transformar al mundo, como dirían algunos empecinados delirantes, sino de escucharlo con detenimiento.
Otras páginas
– Decir sin palabras: “La música expresa aquello que no puede decirse con palabras pero no puede permanecer en silencio”. Víctor Hugo