Ya este tipo de noticias no me causan asombro, pero no dejan de preocuparme. Quienes se aferran al poder aprovecharon la oportunidad nuevamente para reafirmar su inefable condición al decir, en cadena nacional, que las librerías representan un sector prescindible de la economía y de la vida de los venezolanos. Tamaña barbaridad se expresó al extender el periodo de cuarentena y asomar la posibilidad de que algunos comercios regresasen paulatinamente a sus actividades cotidianas: “Ahora cuidamos al pueblo, al país de cosas superfluas; que los bares, las discotecas y las librerías pueden esperar. Y es la prioridad en Europa. ¿Dónde está la cabeza de esa gente?”, dijo el mandamás sin rubor alguno.
No es la primera vez que desde el poder se lanzan dardos venenosos contra la cultura del libro. Recuerdo a Jorge Arreaza en el año 2006, en aquel entonces director del programa de becas Fundayacucho, decir en un programa de televisión que el financiamiento para estudiar carreras de postgrado en áreas humanísticas no era una prioridad pues “Venezuela no necesita de literatura”.
No mejoró la situación en el 2009. El presidente de entonces dictaminó en Gaceta Oficial que las publicaciones universitarias debían ser consideradas como “gasto suntuario”, decisión que provocó la desaparición de numerosas revistas y proyectos editoriales, algunos de amplia tradición y prestigio.
Decir que las librerías son superfluas parece un lógico corolario de esta tragicomedia. Sin embargo, no me canso de repetirlo: los libros, y toda la cadena de sujetos y prácticas que forman parte del sector editorial, son tan fundamentales para la vida diaria como el pan y el agua (“medio pan y un libro”, imploraba García Lorca).
Las grandes culturas, aquellas que dejaron una honda huella en la historia, son las que supieron darle un justo valor a los libros. ¿Cómo olvidar a Alejandría y su monumental biblioteca? ¿Cómo no nombrar a los grupos de monjes copistas y a las escuelas de traductores medievales? ¿Cómo ignorar a las librerías, las de todas las épocas y lugares, como centros de resistencia y creación?
En el antiguo Egipto, por ejemplo, existía la costumbre de llamar a los lugares donde se resguardaban los rollos de papiro, sus libros, con el atractivo nombre de “Farmacia del alma”. Esta idea de concebir a los libros como medicina parte de entender la lectura, y la relación con el arte en general, como una práctica que permite expurgar emociones y recuperar así la salud perdida.
Estos mismos argumentos fueron los que motivaron a Ella Berthoud y a Susan Elderkin a publicar en el 2017 el Manual de remedios literarios. Estas autoras, quienes se hacen llamar biblioterapeutas, recetan libros para curar dolencias físicas y emocionales. Dicen Berthoud y Elderkin que un libro puede sanarnos de muchas formas: “A veces lo que funciona es el argumento de la novela; otras veces es el ritmo de la prosa lo que tiene un efecto calmante o estimulante sobre el alma. En ocasiones es una idea o una actitud sugerida por un personaje que se encuentra en un dilema o un aprieto parecido. Sea como sea, las novelas tienen la capacidad de transportarte a otra vida y hacerte ver el mundo desde otra perspectiva”. De esta manera, las autoras recomiendan calmar la resaca con dosis de Hemingway o el mal de amores con ungüentos de las hermanas Brontë, por dar dos ejemplos.
No sería difícil emprender la tarea de realizar un manual de remedios con obras de la literatura venezolana. Para el despecho recetaría a Andrés Mata, Andrés Eloy Blanco o Enriqueta Arvelo Larriva. Unas inyecciones de Pocaterra, Fedosy Santaella o Héctor Torres para la intolerancia. El duelo puede bajar sus agudas fiebres con infusiones de Pérez Bonalde o Albor Rodríguez. Para la nostalgia y las tristezas del emigrante, a Andrés Bello, Vicente Gerbasi o Mariano Picón Salas. La literatura venezolana, y los libros en general, son una botica de mágicas infusiones.
Por todas estas razones, y otras tantas más que guardo para la próxima arremetida, las librerías no deben ni pueden ser consideradas como superfluas. Sin ellas, la vida sería mucho más insoportable y no habría remedio posible que logre mitigar nuestros hondos males.
Otras páginas
– Una fresca fuente entre rocas: “No hay mayor goce espiritual que la lectura de los antiguos clásicos: su lectura, aunque de una media hora, nos purifica, recrea, refresca, eleva y fortalece, como si se hubiese bebido en una fresca fuente que mana entre rocas”. Arthur Schopenhauer.