Seguir la moda o no seguirla, esa es la cuestión. Son intrigantes las modas. No sabe uno exactamente de dónde proviene la ola aplastante que arrastra y menos a dónde ésta se dirige. Alguien dirá que el término moda es inocuo, se refiere a lo pasajero y “no suena” con los ismos ideológicos en política, sin embargo, aquí lo pido prestado. La moda seduce sin hacer muchas preguntas y causa placer en los seguidores, y por ese poder esencial opto por usarla.
De niña supe de la palabra porque me tocaba ir a comprar el periódico y me antojaba de las revistas. La moda seduce por festiva, porque entra uno “en la onda”, sigue uno “el último grito” de y se dice uno “¡Ohhh, estoy en algo importante, la manada!”. Y aunque lo de cambiar trapos, zapatos y peinados pudiese parecer costoso, resulta relativamente fácil darle la vuelta. Si tocaba llevar la falda tres centímetros sobre la rodilla, pues se cortaba y zurcía. Si había que bajarle el largo, pues se le cosía un encaje. La rodilla o el tobillo sean la medida.
Lo de seguir modas en política es un asunto de medida. De si se adapta a uno, de si uno realmente lo necesita, y sin duda, de si es ético. Por consiguiente, mi versión anterior de la frase de Shakespeare funciona con el dilema de si seguirla o no.
Hay unas que producen conmociones inmortales. Las naciones americanas nacen del enciclopedismo y el republicanismo europeos, una moda que se sembró como ninguna otra en estas tierras. Quienes aún la seguimos y admiramos, aun cuando su fuerza no sea ya tan telúrica como en esos siglos, es porque conformaron eso que somos. No es moda como tal ahora y por eso nos cuesta trabajo sujetarla a tierra. Ha costado hacerle mantenimiento en medio de las modas contrarias a ella.
Después de la independencia, la moda del positivismo latinoamericano intentó construir una identidad cultural. Debían estos pueblos mirarse a sí mismos y a su herencia europea, mala o buena. Se trataba de dejar atrás la mentalidad monárquica para reflexionar sobre qué perseguíamos como naciones. No obstante, el debate positivista fue truncado en momentos que el movimiento floreció en el arte, la literatura y el pensamiento de todo un continente. Y fueron saboteados más por intereses políticos que por otra cosa. Porque si bien es verdad que ha sido difícil vencer los inaceptables prejuicios y preferencias raciales heredadas de la colonia, no es menos cierto que este movimiento contribuyó significativamente a la expresión y nacimiento de la cultura americana. Digo esto porque, en la mera raíz de nuestros males de todo tipo, es decir, humanísticos, se encuentra un cuerpo muerto: el del debate pasmado por arrancado antes de tiempo y el de la interiorización quebrada, dejada sin corazón ni cabeza.
La moda antidemocrática de ahora es cosecha de vientos tanto diestros como siniestros, propios y ajenos. En los años en que la democracia se oxigenara con la primavera árabe, el entonces primer ministro del Reino Unido David Cameron dijo que el racismo más visceral yacía detrás de los movimientos antidemocráticos. Para Cameron, era insostenible el argumento de que la democracia era para blancos del primer mundo. Curiosamente, este argumento burdo es propio de dictadores que no aceptan elecciones libres, como lo podemos constatar. La misma opinión la he escuchado de árabes quienes no saben ni dónde está Venezuela en el mapa ni mucho menos de su certificado de origen republicano, aunque eso sí, ¡cómo les encanta apoyar a Chávez y a Maduro! Y los desaguisados contra la democracia no terminan allí porque son tan infinitos como la estupidez y la maldad.
Por ejemplo, desde una orilla diferente, Donald Trump y su grupo MAGA tienen el objetivo de derribar la constitución como garante de la democracia en los Estados Unidos. La candidatura presidencial de Trump ha sido propulsada y fuertemente financiada por los derrotados de la guerra de secesión de ese país. Éstos son enemigos abiertos de la Constitución porque saben perfectamente bien, que fue gracias a esa sencilla y breve acta que los derechos civiles les fueron entregados a los negros y otras minorías en el siglo 19 y en los años 60.
Pienso que las modas se miden por si realmente las necesitamos, si son coherentes con quienes somos y si obedecen a fundamentos éticos.
Por eso cuando un venezolano que apoya a una candidatura de Trump no puede olvidar su parecido con Chávez. Ambos traicionaron sus juramentos ante la ley. El que Trump sea millonario y blanco no lo hace menos delincuente que el paracaidista traidor a su juramento constitucional antes y durante su presidencia. ¡Dejen el racismo!, el que Trump sea blanco no lo hace honesto ni demócrata. De la misma forma, el que Chávez haya sido mestizo no lo hace ni víctima ni justiciero. Por ahora los Estados Unidos tiene un solo partido democrático, el Demócrata, que de suyo tiene problemas graves. Políticamente hablando el país está haciendo aguas. Por eso en Venezuela nos queda contar más con las palancas de otros países del hemisferio… y seguir.
Volviendo a las modas: sí, las de ropa son un juego y uno disfruta la frivolidad. Lo que me gusta es probarlas, aunque no las necesite. Sólo para no pensar.