jueves, 28 marzo 2024
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La violencia contra la mujer como pandemia

La violencia como la pobreza son administradas por la cúpula para domesticar, aterrorizar y controlar a los sobrevivientes del socialismo del siglo XXI que todavía respiramos.

La cantidad de mujeres asesinadas en los dos primeros meses de 2021 ha impactado a una sociedad que sobrevive en medio de una violencia omnipresente, desatada en función de los más espurios intereses. Muy pocas escapan de los tentáculos de esta maldición que se ha diseminado como una pandemia, manipulada en los laboratorios de la maldad que no descansan -ni de día ni de noche- en su empeño de hacer de nuestra existencia un verdadero infierno. La violencia como la pobreza son administradas por la cúpula para domesticar, aterrorizar y controlar a los sobrevivientes del socialismo del siglo XXI que todavía respiramos.

La violencia es como un río embravecido que se ha salido de su cauce y que penetra por cualquier rendija para inundar todo cuanto encuentre a su paso. Una vez desatada resulta inútil intentar luchar contra esa furia descontrolada, enquistada y perversamente convertida en protervia y sevicia.

La violencia -calificada como motor de la historia por el marxismo- ha sido modelada desde los cenáculos de poder, que la tiene como aliada, instrumento y recurso para apagar cualquier candelita que sea considerada un peligro para los planes de perpetuidad del socialcomunismo, aquí y acullá. En más de dos décadas y consolidada la hegemonía comunicacional y mediática, no debe sorprendernos que los nativos hayan “normalizado” la violencia en su cotidianidad. Una sobredosis es inoculada, diariamente, a la audiencia en todas sus formas y presentaciones, justificada en eso que llaman monopolio institucional de la violencia, que en dictadura es usada, discrecionalmente, contra cualquiera que sea considerado enemigo.

Digo enemigo, consciente de su significado, que tiene que ver con los contrarios en una guerra, con mala voluntad y hacer el mal (DRAE). En este contexto todo nos conduce hacia los escabrosos territorios de la violencia, aunque en lo atinente a la violencia contra la mujer las razones son de otra naturaleza. Muchas veces ni siquiera existen motivos para que una fémina sea blanco de la brutalidad por parte de la pareja, del padre, hermanos u otros familiares.

El macho se siente con el derecho a golpear, azotar, apalear, patear, herir a las hembras de su patio como forma de castigo, correctivo, penitencia y hasta venganza. La fuerza -la más bruta- es usada sin piedad en el cuerpo y el alma de la mujer para mutilarla, humillarla e invalidarla. Tanto que ella casi queda incapacitada para luchar por su vida y denunciar a su agresor.

Es una relación de poder que hace del varón el dueño de la mujer, por lo que puede disponer de su vida y de su muerte. Tal como ocurre en las tiranías y como lo experimentamos a diario los venezolanos. La primera se materializa en el microclima de una casa, y la segunda la sufrimos en un macro territorio llamado Venezuela. Ambos envenenados por la toxicidad de una furia descontrolada, de una brutalidad salvaje y de una pulsión asesina que tiene en la mujer su víctima preferida.

Así como los venezolanos estamos solos frente al peligro despótico, las mujeres están abandonadas a su suerte. En una situación de total indefensión con relación a la violencia que las acecha por los cuatro costados. No existe en Venezuela una institucionalidad coordinada que le garantice a las mujeres el derecho a la vida. No hay un organismo que procese una denuncia por maltrato, pues la misma se paraliza en la oficina receptora. Tampoco se cuenta con lugares para resguardar a las que se atreven a denunciar, porque si son descubiertas por sus verdugos es muy probable que terminen en el cementerio.

Hace falta mucha civilización para avanzar en este tema y garantizar una vida libre de violencia a la mitad de la población, integrada por mujeres. En Venezuela, la involución socialcomunista en esta materia, supera con holgura a lo más retrasados países africanos. Por lo cual resulta de una gran ingenuidad esperar que dejen de asesinar a las venezolanas dentro de sus propias casas, en el barrio donde sobreviven, y en un país cuya élite dominante sólo ha tenido dos exitosas cosechas con la siembra del odio: la violencia más brutal y generalizada y la pobreza más extrema y lacerante.

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