Mi ámbito natural de escritura es el ensayo y el artículo ocasional. No negaré que he cometido algunos pecados veniales con remedos de poemas, simulacros de cuentos y proyectos de novela que guardo bajo siete llaves en discos duros y gavetas, y que en algún momento retomaré con obstinada abnegación. Quien anda con libros termina irremediablemente emborronando páginas, quizás como queriendo emular el secreto temblor de los verdaderos escritores para acercarse así, un poco más, a los mecanismos ocultos de la página impresa y la literatura.
Esta contagiosa y mágica enfermedad hizo que escribiera hace ya algunos años un cuento titulado “La niña de las trenzas de melcocha”. En el 2007 concursé con ese cuento en un certamen de narrativa, de larga tradición en Guayana, llamado “Cuentos sobre rieles”, que organizaba la empresa Ferrominera Orinoco. Con él obtuve el primer premio. El cuento, junto a otros textos participantes, fue impreso en un simpático volumen con ilustraciones de Cindy Catoni. Aquí, doce años después, lo vuelvo a ofrecer a los lectores.
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Pancho Centeno tomó la decisión de no toparse más por los pasillos de la escuela con la niña de las trenzas de melcocha. No quería sentir más esa extraña sensación que lo hacía sudar más de la cuenta –como si hubiera jugado tres partidos de fútbol seguidos– y que además lo hacía tartamudear hasta hacerle imposible pronunciar su propio nombre. Ya estaba cansado, cada vez que la veía, de andar como si tuviera en la barriga un hormiguero de bachaco. De ahora en adelante tendría más cuidado al momento de salir al recreo y juró no usar más la treta de disfrazarse de diablo de comparsa para poder pasar inadvertido a su lado y observar de cerca sus colitas trenzadas que parecían –según oyó decir a sus amigas– un dulce de melcocha. La última vez que usó el disfraz fue hace tres meses después del carnaval; lo metió en su morral y a la hora del recreo se lo puso para ser durante toda la tarde el hazmerreír de la escuela. Pancho recuerda las carcajadas de la niña del tercer grado, quien con sus amigas señalaba al apenado diablo.
La verdad era que esa situación lo estaba enfermando. Tener que ver a la niña de las trenzas de melcocha todas las mañanas en la escuela de El Pao y que de paso cada vez que la veía volvía el mismo sudor, el mismo tartamudeo, el mismo hormiguero en la barriga. Ya Pancho Centeno no podía prestar atención a nada y siempre que la maestra le hacía una pregunta lo pillaban con las manos en la barbilla, y los ojos en dirección a las trenzas de la niña.
-A ver Pancho, explícanos el proceso de producción del hierro. Seguro lo sabes porque tu papá trabaja en la mina.
Y Pancho siempre contestaba con un balbuceo y un “¿qué, ah?”, que le ameritaba un castigo.
Cierta vez, el pupitre de la niña de las trenzas de melcocha estuvo desocupado toda la clase. Al comienzo Pancho sonrió porque dejaría de sentir los males que le provocaba el ver a la niña; pero a los pocos minutos lo invadió una sensación de vacío, de tristeza infinita que lo hacía ahora ver constantemente hacia el suelo. En el recreo se enteró de lo que le ocurría a la niña: “no vino porque tiene anemia”.
Pancho corrió hacia la biblioteca para investigar qué era eso que impedía a la niña de las trenzas de melcocha ir a la escuela. El enorme diccionario asustaba a Pancho cada vez que éste pasaba el dedo por sus páginas y conseguía palabras como “anémona”, “anegar”, “anélido”. Cada palabra hacía arrugar la frente de Pancho, pues lo complicado y difícil de esas palabras presagiaba la proporción de maleficio de la “anemia”. “Enfermedad causada por deficiencia de hierro”, encontró Pancho como definición de la palabra buscada.
-Si lo que le falta es hierro, pues hiero le buscaré, dijo Pancho con la firme decisión de volver a ver a la niña.
El plan era sencillo. Después de la clase, luego de la explosión de las tres de la tarde que anunciaba que la dinamita fue usada para extraer el hierro, Pancho Centeno se escabulliría en el tren para llegar a la mina y llenar así su morral, para llevarlo luego a la casa de la niña de las trenzas de melcocha. Fue fácil cumplir el plan trazado, pues los relatos que el padre de Pancho hacía a la hora de la cena le habían hecho conocer los más pequeños detalles de la mina. Con su abultado y pesado morral, Pancho se dirigió a la casa de la niña. Fue tanta la obsesión de Pancho Centeno por ver nuevamente a la niña de las trenzas que estuvo mojándose por la lluvia esperando a que saliera de su casa. Pancho esperó toda la tarde y parte de la noche con el pesado morral sobre sus espaldas, pero lo único que consiguió fue enfermarse…
Y ya en su casa, empapado, vinieron los consabidos regaños, los “por qué no tienes más cuidado”, los “nunca más saldrás a jugar con tus amigos”, los “seguro estabas jugando fútbol en la lluvia”. Pero Pancho Centeno estaba absorto pensando en las trenzas de melcocha. Y ya de noche, Pancho comenzó a sentir fiebre. Y en su delirio, hablaba de cosas extrañas, de una historia que más o menos fue relatada por él mismo, ante toda la clase, de la siguiente manera:
***
Como sucede muchas veces, a uno le da por conocer el mundo: busco en los mapas y me convierto en viajero, busco en los sueños que me produce la fiebre cuando me mojo por la lluvia y viajo.
Mucho me han hablado de países lejanos, de montes salvajes con hombres come-hombres y tigres vegetarianos, de ríos que se tragan embarcaciones enteras para luego eructar burbujas, de hielos tan fríos que resfriarían al mismo sol si se les pusiera a su alcance Y también de hechizos de hombres buenos y de otros que no lo son tanto. Pero, dentro de esos países, que son muchos, hay uno llamado El Pao, antiguamente San José Obrero, que nunca ha aparecido en los mapas y aunque ha sido visitado muchas veces por montones de científicos y otra inmensa cantidad de hombres de letras, hasta ahora no he podido saber si se encuentra más cerca del polo norte o pisando la raya del Ecuador, si lo atraviesan varios mares o si acaso un río le refresca la barriga; tampoco sé si es pesado por el cemento y el asfalto con los cuales se arropa para protegerse del frío –como yo lo hago ahora con las sábanas– o liviano, muy liviano, por sus grandes cosechas de algodón que cada año recogen y mandan a otros lados para que las fábricas hagan palitos para limpiarse los oídos y del otro que no debieran hacer, ese suavecito que empapan en alcohol y nos lo pasan por el brazo para que venga la enfermera y ¡pum!, como una avispa clave ese puyonazo diciéndonos que no deberíamos andar por ahí mojándonos porque nos enfermamos y no podemos ir a la escuela a seguir haciendo dibujos. Pero la enfermera no conoce bien ese sitio. Cuando la maestra manda el papel de fin de lapso con las notas que uno ha sacado, mamá lo que dice es “otra vez te pusieron Muy Distraído, se distrae con sus compañeros”, y otra vez me obligan a tomar el libro aburrido con el ridículo tren que arrastra las vocales. Y no es que sea un distraído, sino que estoy preparando un viaje a ver si algún día puedo visitar ese país que llaman San José Obrero y acabar con el algodón de las inyecciones y que solamente siembren allí maíz para hacer cotufas, y si no quieren acabar con el algodón, entonces que siembren algodón de azúcar. Sé porqué no lo hacen, la excusa es que se lo comen las avispas. Claro, yo imagino que los sembradores de algodón de azúcar le temen a las picadas de las avispas y por eso prefieren sembrar del otro, como si una puyada de avispa doliera menos que una de esas que dan las enfermeras después de sobar los brazos con el algodón que ellos siembran… Pensándolo mejor, ni la puyada de la enfermera ni la de la avispa me hacen temer tanto como el estar cerca de la niña de las trenzas de melcocha…
***
Y ya en el recreo, Pancho Centeno esperaba con toda la valentía del mundo la llegada de la niña de las trenzas de melcocha para acercársele por primera vez, entregarle su pesado morral y contarle su sueño…
De seguro iría la niña, pues Pancho recordó que en el diccionario decía que el símbolo químico del hierro es “Fe”, y como dice su abuela, la “Fe” es lo último que se pierde.
Esa era su esperanza…
Otras páginas
-Ladrones de libros. Desde que los libros comenzaron a poblar el mundo, con ellos también hicieron aparición sus desvergonzados ladrones. Varios historiadores cuentan acerca de la abundante práctica de robos de libros desde la edad Antigua, al extremo de llegar a considerarse una plaga durante la edad Media y el Renacimiento. Ello explica la numerosa presencia de letreros en las bibliotecas, como advertencia para disuadir a los amigos del libro ajeno. El letrero del monasterio de San Pedro, en Barcelona, era muy elocuente: “Para aquel que roba, o pide prestado un libro y a su dueño no lo devuelve, que se le mude en sierpe la mano y lo desgarre. Que quede paralizado y condenados todos sus miembros. Que desfallezca de dolor, suplicando a gritos misericordia, y que nada alivie sus sufrimientos hasta que perezca. Que los gusanos de los libros les roan las entrañas como lo hace el remordimiento que nunca cesa. Y que cuando, finalmente, descienda al castigo eterno, que las llamas del infierno lo consuman para siempre”. Con una advertencia de ese tipo de seguro los ladrones de libros lo pensaban dos veces antes de cometer sus fechorías.
-El libro de la semana. Un cajón de sastre es lo que me vino a la mente cuando abrí el libro Escuela de dudas (2014), del escritor guayanés de origen sirio Abraham Salloum Bitar (1953-2005). Esa expresión, usada para referirse a un conjunto de cosas diversas y desordenadas, como el compartimiento donde el sastre deposita retazos, ovillos y cuanto material pueda serle luego de utilidad, es lo que un lector encuentra en este maravilloso texto. Desde profundas reflexiones filosóficas, aforismos, poemas, comentarios sobre libros y películas, críticas mordaces acerca de la pose y el artificio del mundillo cultural, entre muchas otras irreverencias y escepticismos, es lo que abunda en Escuela de dudas. Tal variedad de textos se debe a que el libro es un compendio de artículos dominicales que el autor publicaba en el Correo del Caroní entre los años 1999 y 2005. Fue editado por Bid&Co y vale la pena acercarse a sus dudas.
-Tanto como respirar. “Todos nos leemos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea para poder vislumbrar qué somos y dónde estamos. Leemos para entender, o para empezar a entender. No tenemos otro remedio que leer. Leer, casi tanto como respirar, es nuestra función esencial”. Alberto Manguel.