La naturaleza no siempre ha sido la misma.
Andrés Bello, en su Alocución a la poesía (1823), invita a los poetas a cristalizar la realidad americana en una literatura que respondiera a la recién creada idea de nación. Pedía que la literatura americana se independizara, así como se estaba logrando hacer desde la política, y que hablara de lo suyo propio, de lo autóctono:
“tiempo es que dejes ya la culta Europa,
que tu nativa rustiquez desama,
y dirijas el vuelo adonde te abre
el mundo de Colón su grande escena”
Pero la propuesta de Bello quedó en ensayo.
En otro de sus poemas, Silva a la agricultura de la zona tórrida, de 1826, sus motivos americanos no pasaron de ser largas listas donde se enumeraban productos del nuevo continente, siempre en contraste con la tradición europea. La naturaleza, en cambio, quedó rezagada como cosa solemne, inalterable, como dios indolente y aburrido en un Olimpo solitario.
Sin embargo, algunos años después la conciencia rompió en un hervor de sentimientos y, con la pandemia romántica, la naturaleza dejó de ser simple telón para convertirse en pantalla para la proyección del ánimo de los personajes. Si Carlos –en Peonía (1890)– estaba desesperanzado, entonces el cielo teñía de un rojo melancólico; si nos acercamos a nuestro país luego de varios años de ausencia y lo observamos tras las barandas del vapor –como lo vio Pérez Bonalde en Vuelta a la patria (1877)–, a la sazón el sol despunta ahuyentando toda neblina.
Si con Bello la naturaleza fue telón, y con el romanticismo una proyección de las emociones, un lienzo, con Francisco Lazo Martí y el criollismo el entorno se transformó en un actor de reparto. De allí en adelante la naturaleza se humanizó a pasos agigantados y, ya entrado el siglo XX, llegó al punto de ser ella misma un desmesurado y enigmático reino vegetal con vida propia. Así lo podemos ver en la llamada “novela de la tierra”, con Rómulo Gallegos y su eterna Doña Bárbara (1929), entre muchas otras del género.
No he logrado precisar con detalle la razón por la cual la representación de la naturaleza en la literatura, en particular la venezolana, comenzó a hacerse cada vez más ausente. Quizás haya tenido que ver el proyecto modernizador de la democracia y el éxodo de la población, que le llevó del campo a la ciudad, motivado por el boom petrolero, y ello condujo a un cambio de los paradigmas estéticos. No lo sé. Lo que sí es cierto es que a mediados del siglo XX guardamos la naturaleza en el bolsillo y la convertimos en talismán al que volvíamos de vez en vez para hacernos recordar aquel mundo primigenio, símbolo de nuestra edad de oro.
Es eso lo que puedo leer en un poema de Ángel Eduardo Acevedo, de 1964, titulado Un loco:
“Fui enviado a la ciudad
porque en ella no existen rebaños
de ganado (solo de gente).
Para que fuese sabio o doctor
o no vistiera más de dril
o no calzara sino zapatos.
Para que cambiara tristeza en riqueza.
Pero recuerdo un muchacho loco
un hombre tan loco
que solo es posible llamarlo muchacho.
Hombre pensando en frutas,
consintiendo pájaros.
Un loco.
Silbaba solo en los caminos
y hacía clarinetes de carrizo.
A veces se perdía con el alba
mientras los hombres labraban la tierra
y aparecía al anochecer con huevos de perdices.
Un loco.
Y yo no he querido sino ser como él”.
De tanto extrañarla, ahora sobre escenarios de asfalto y hormigón, interiorizamos la naturaleza y la hicimos carne y hueso propios para con ello fundar una identidad, una casa materna, un útero. Así, creo, la entendió Vicente Gerbasi.
La naturaleza con Gerbasi consiguió refugio en el poeta mismo, haciéndose paisaje interior y realizándose en una ontología zoológica y herborea, en un decirse a través de la naturaleza. “Existo por razones de espacio”, había dicho Gerbasi en su poemario Retumba como un sótano del cielo (1977):
“El cielo tiene grandes gallinas blancas
que flotan sobre un silencio de árboles.
En los patios caen chorros grises de granos de café
y su rumor es el rumor de la tarde.
Hay vacas lentas en las calles con yerbas,
donde se reúnen niños desnudos
en torno a la vendedora de conservas de piña,
donde un anciano vuela una cometa de seda roja
con una ancha cola como un arcoiris.
Es cierto, el arcoiris anduvo ayer por las colinas húmedas.
Los sentidos brillaban en las frutas moradas del cacao.
Estuvimos mirando largo tiempo los pavos reales.
En ellos la tarde inicia una tristeza solar”.
Ese espacio que le da existencia adopta en su poesía el nombre de Canoabo, pequeño pueblo de su infancia, ubicado en Carabobo. De ese pueblo toma los elementos necesarios para reconstruir su rostro, a la manera de las cabezas compuestas de Arcimboldo, y así logra anclar su existencia…
Sé que esta descripción ha sido breve y apresurada y de seguro quedaron sin mencionar otras obras y autores que pudieran darnos más pistas en este trayecto por la representación de la naturaleza en la literatura venezolana. Por eso, tal vez estas líneas sirvan más como esbozo de un proyecto futuro.
En esa transformación de la naturaleza, que va de ser telón de fondo y que pasa por ser lienzo, personaje, reino perdido y finalmente existencia misma, es posible percibir la relación que hemos mantenido con nuestro hábitat.
Un trayecto, un pasaje de transformaciones que puede decir mucho de nosotros.