Me gusta ver a los libros como algo más que simples objetos hechos de papel. Quizás esta sea la razón por la cual suelo citar con insistencia la definición de libro que hace Román Gubern y que he adoptado como un mantra permanente: “libro es cualquier texto disponible en el soporte que sea”. Dicho así, la idea de libro se expande y se transforma en un artefacto del cual forman también parte el autor, el lector, el editor, el impresor, el distribuidor, el librero, el crítico, el censor, el bibliotecario… Todo un universo de prácticas y valores que hacen que el libro sea algo más que un fajo de papel y que nos recuerda, además, la posibilidad de hablar de libros orales, de piedra, de metal, de papel, de nudos en trenzas, de libros byte y de futuros y desconocidos formatos por venir.
El libro inició siendo palabra oral, cuyo soporte era el ser humano mismo. Los libros volaban de boca en boca, de oreja en oreja, y para recrear aquellos contextos solo basta imaginar a los primeros seres humanos sentados de noche ante el fuego, contando las peripecias de las largas jornadas de cacería. Orales fueron, y ustedes lo saben, las primeras manifestaciones de la literatura como la Ilíada y la Odisea, cuya recitación estaba a cargo de aedas y rapsodas que debían memorizar el poema.
Y es que la memoria cumplía un papel fundamental en esos nuestros primeros libros orales. La ayuda mnemotécnica con ritmos y percusiones, como las dadas en el suelo por el poeta con su báculo, permitía recitar largos pasajes de obras. Un ejemplo ilustrativo de esta importancia de la memoria en la época de los libros orales lo representa la biblioteca de Itelio, rico romano de la antigüedad poseedor de una enorme y exquisita biblioteca de 300 ejemplares. Pero esos libros de Itelio no eran como nuestros libros de hoy, sino que eran 300 esclavos memoristas y cada uno de ellos podía recitar de memoria un libro.
Con este formato del libro oral el mensaje ganaba en amplitud de difusión pero no podía asegurar que el mismo mensaje mantuviera su fidelidad al pasar el tiempo. Con cada emisión, y debido a las triquiñuelas de la memoria, el mensaje podía cambiar, así como ocurre con el rumor. Esas dos categorías, espacio y tiempo, son las que afectarán al libro en sus distintos cambios de formato. Me refiero a “espacio” cuando hablo de los contextos y magnitudes de difusión que usa el libro para llegar a los lectores de su tiempo. Cuando hablo de “tiempo”, me refiero a la posibilidad de que el libro logre trascender su mensaje y se conserve para los lectores futuros. En este caso, el libro oral poseía una buena difusión en el espacio pero escasa repercusión en el tiempo. Prueba de ello es la expresión “la palabra vuela, lo escrito permanece”, cuyo sentido original era exaltar las bondades de amplia difusión de la oralidad que podía volar de oreja a oreja y de boca en boca, en oposición a lo escrito que quedaba recluido, inerte, a la disposición de unos pocos.
Con la aparición de la escritura y la aparición de soportes de piedra, madera y metal, los libros se hicieron más pesados para su difusión, frágiles para su preservación y disponibles para unas pocas manos. La alfabetización estaba reservada al poder político y eclesiástico, mientras que la oralidad quedaba como soporte de lo popular. Cuando el libro cambia de formato, cambian las relaciones con el espacio y el tiempo antes descritos, y en el caso de estos pesados libros de piedra, metal y madera el mensaje puede conservarse fielmente un poco más de tiempo, pero su difusión era escasa.
Con la aparición del códex en la edad media, el libro adquirirá en ese nuevo formato unas propiedades antes desconocidas. Aparecerán los índices, la paginación, se podrá adelantar y retroceder en la lectura, cosa complicada en los antiguos rollos de papiro. Con los códex de la edad media, hechos con pergamino, sacados de los cueros de los carneros, se afecta nuevamente el espacio y el tiempo. Los códex o libros medievales eran hechos por monjes copistas quienes transcribían a mano, letra a letra y página a página, los libros que deseaban elaborar. Podían tardarse en promedio 4 o 5 meses para hacer un libro, un solo ejemplar, de 200 páginas. Elaborados de esa manera, los libros eran escasos y resultaban costosos. Había que sacrificar 30 animales para fabricar las hojas de pergamino y luego todo el paciente y laborioso trabajo de trascripción. Los libros medievales, que hoy día podemos seguir hojeando luego de 600 años, logran superar su presencia temporal, pero eran objetos costosísimos para el disfrute de unos pocos, limitando así su poder espacial.
Gutenberg vendrá a revolucionar esta situación del libro con la inteligente utilización de técnicas ya existentes y dispersas en otras actividades como la fabricación de vino y otras artes. La imprenta de tipos móviles, más resistentes por ser ahora de metal y no de madera que hacía que la impresión sirviera para pocas páginas antes de que se dañara, y las mejoras en las tintas y el papel vino a abaratar los costos en la producción de libros, a aumentar los tirajes y a hacer del libro un objeto que podía estar al alcance de todos.
Con la cada vez más creciente producción de libros, se pasó por ejemplo de 3 millones de libros en manuscrito en la edad media a producir 200 millones en menos de un siglo; este maravilloso artefacto se convirtió en tema permanente en las discusiones acerca del desarrollo de las naciones. Siempre fue preocupación constante en los constructores de países hasta el punto de ser tema de agenda en los primeros años de toda república la creación de bibliotecas que pudieran llevar la luz a las sociedades. Juan Germán Roscio, nuestro prócer independentista, por poner un ejemplo, propuso la creación de la primera biblioteca pública de Venezuela por los tempranos años de 1810.
El libro, como ya he señalado, ha variado su formato y ha pasado de la oralidad, a la piedra, al metal, al papiro y al papel, hasta llegar a nuestro presente enmarañado de virtualidades. El libro electrónico, al implicar un nuevo formato y soporte, incide en los elementos de espacio y tiempo señalados en las mutaciones anteriores. Con el libro electrónico se expande la posibilidad de difusión, ahora se puede acceder al libro sin estar limitado por el tiraje. Sin embargo, los problemas de la conservación que habíamos visto en la oralidad se mantienen ante los acelerados cambios tecnológicos, de equipos y lenguajes informáticos, que hacen a un mensaje prematuramente obsoleto o imposible de leer por el deterioro de su soporte.
Los libros electrónicos nos han traído una nueva revolución, como la de Gutenberg, pues las figuras del autor, lector, editor y distribuidor entran en crisis ante la posibilidad de concentrar en una sola persona todas estas prácticas. Esta nueva revolución del libro es tal porque nos obliga a repensar y a redefinir las categorías que ya considerábamos establecidas. Categorías jurídicas (propiedad literaria, copyright, derechos de autor), categorías estéticas (originalidad, singularidad, creación), las categorías administrativas (depósito legal, biblioteca nacional), o las categorías biblioteconómicas (catalogación, clasificación) que fueron concebidas y construidas en relación con el libro escrito y de papel ya no nos son suficientes para entender los libros de hoy.
Esta nueva revolución, y creo que nunca es suficiente para repetirlo, no significa la muerte del libro. Los libros orales, manuscritos, impresos y electrónicos coexistirán por mucho tiempo más brindándonos en esas múltiples versiones la educación, el entretenimiento y la formación que los seres humanos, como seres perfectibles, siempre necesitaremos. Los libros electrónicos nos han descolocado, nos han agarrado “fuera de base”, para decirlo coloquialmente, y la actitud natural es la de asumir el pesimismo y lamentar que nuestro presente ya no es lo que era antes.
¿Qué hacer entonces ante este nuevo libro? Pues lo lógico es apropiárnoslo, hacerlo nuestro mientras superamos las resistencias a su lectura como también ocurrió con la aparición del códex y el libro impreso. Los autores de hoy deben pensar más en el proceso de creación acerca del formato para cuál están escribiendo, pues no es lo mismo componer para la oralidad, el papel o lo electrónico; y las bibliotecas, instituciones que habíamos condenado a su desaparición, tienen en cambio un papel fundamental en esta nueva etapa. Las bibliotecas deben tomar la bandera de la formación de nuevos lectores, que en el formato electrónico implica nuevas prácticas y saberes, y además deben propiciar la creación de nuevos espacios virtuales para la discusión de lecturas y la socialización de las voces alrededor del libro. La lectura deja así de ser actividad solitaria y silenciosa para convertirse en lecturas de voz alta, que propicien el cruce de opiniones entre lectores y entre estos y el autor.
Hace poco leí un extraordinario libro de Adrián Berry que lleva por título Los próximos diez mil años. En ese libro se intenta un ejercicio de imaginación científica para describir lo que será de nosotros y nuestro mundo en aquel futuro distante del año 12.000. En ninguna de sus páginas se habla de la presencia del libro y de sus posibles formatos. Estoy seguro de que esa ausencia en la descripción de Adrián Berry es indicio de que el libro seguirá entre nosotros por siempre. Lo mismo ocurrió, por ejemplo, con Sven Dahl, famoso historiador del libro, quien argumentaba que la prueba de que el papiro existía en la antigua Grecia es que Herodoto, cuando hace la descripción de Egipto, no menciona el papiro en ninguna de sus páginas. Cuando un objeto es parte de nuestra cotidianidad desaparece de nuestros ojos y por eso Herodoto no le dio mayor importancia la presencia del papiro. Por ello, si Adrián Berry no habla del libro en el año 12.000, eso significa, creo, que con otros formatos, la presencia del libro será consustancial a la esencia misma del ser humano.
Otras páginas
– Salvavidas. «El libro es el salvavidas de la soledad». Ramón Gómez de la Serna.