jueves, 28 marzo 2024
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La infancia: el amor al país

Mis memorias del terruño infantil son lo que genuinamente me ata a estas tierras donde he nacido y me he cultivado en gran parte.

Un artículo del 2006

Extraño o caprichoso como pudiese parecer, siento una secreta envidia por aquellos que dicen haber escogido ser venezolanos. Muchas veces, cuando se defienden los ya no tan extranjeros de algunas intolerancias y desconsideraciones, ellos esgrimen que uno sencillamente nació aquí, en cambio adoptarlo como hogar, fue un acto consciente.

Alguien una vez me comentó que a la tierna edad de cinco años llegó al país de mano de sus padres. Contaba con un tono entre ironía y gracia que él no había “escogido” estas tierras, porque cuando vio la entrada a Caracas por la autopista Caracas-La Guaira comenzó a llorar, pidiendo irse de vuelta a su casa, en algún punto en el mapa en las Islas Canarias.

Intrigada por el asunto de escoger o no escoger, de ser o no ser, hice algunas indagaciones y resulta que yo también pude haber “escogido”. Por ejemplo, en una vida anterior yo resulté ser una esquimal más friolenta de lo debido, vivía en unas tierras por la costa noreste de la bahía de Hudson, donde solía recoger algunas frutillas rojas cuyo nombre no recuerdo porque entre otras cosas ya hablo otro idioma, y como ustedes comprenderán, la memoria no da para tanto.

Como les venía diciendo, la frutilla era como del tamaño de un frijol, y con ellas preparaba exquisitas mermeladas con un licor francés. De vez en cuando viajaba y vendía los frasquitos de mermelada, y cuando me dirigía hacia el sol vía sur, quizás apenas hacia la desembocadura del río San Lorenzo, me decía “ojalá pudiese estar cerca de ese sol tan brillante” y fue así como en la siguiente vida me mandaron para acá.

Cuando aterricé en el hospital de San Tomé, y me colocaron en un retén con una ventana grandísima que daba a una muy frondosa mata de bambú, por alguna razón sabía que no había llegado a alguna montaña china de osos pandas. Desde temprano ya cierta musicalidad de las palabras me llevaban a un mundo desconocido e inquietante.

El castellano lo comencé a saborear como todos los bebés que comienzan a fruncir el ceño, fascinados quizás, con tanto disparate de sonidos. Y la música venezolana la aprendí a través de las interpretaciones de mi señor padre, que en paz descanse, cuando me llevaba a sus reuniones. Extrañamente asocio por eso los valses y merengues que él ejecutaba, con el olor del whisky que ellos degustaban y que, por supuesto, como niña me era vedado probar. Por eso es que, en mis ensoñaciones infantiles los polos margariteños, las frases que se refieren a las espumas de playa, los soles, el cielo azul, los terruños andinos, los crepúsculos corianos, la mujer linda de Cumarebo y los pueblitos pintorescos de los Valles del Tuy, están íntimamente asociados a los personajes de mi pueblo con quienes mis padres disfrutaban sus veladas, a los pasapalos enrollados, tequeños, y a ese olor casi dulzón del escocés.

Mis memorias del terruño infantil son lo que genuinamente me ata a estas tierras donde he nacido y me he cultivado en gran parte. Pero extrañamente, es difícil circunscribir esa vivencia con lo que algunos llaman sentimiento nacional o, algo peor, aquello que algunos imponen como tal. Ese discurso nacionalista, tallado desde de la escuela en historias repetitivas sobre ciertos personajes y ciertos momentos históricos es lo que, en buena parte, nos ha conllevado a este militarismo que ahora recogemos como mala cosecha. El sentimiento “nacional”, finalmente, es lo que un grupo u otro concibe como lo que es mejor para el país, por tanto, puede ser caprichoso y conducir a intolerancias, exclusiones y muchos errores de apreciación.

En lo que se refiere a un sentimiento colectivo, compartido, prefiero las consejas sobre cuidar los parques, no destruir los bajantes de la basura lanzando neveras, aparatos, no ocasionarle molestias al otro, me parece más sensato y real. Son reglas pequeñas que crecen cuando son movidas por la convivencia y el respeto al otro.

Y finalmente, si a ver vamos, ¿quién puede ser tan puramente de una tierra, con tanto viento y tanta agua que corre incesante a través del planeta?, ¿con tanto libro, tanto pensamiento hermoso que por fortuna el comercio y las comunicaciones nos traen a nuestras manos? Nadie, y menos en este país, nosotros que estamos en el vértice de una X, casi en el centro de todo un continente.