El elevado número de eventos comiciales que tendrán lugar en el mundo, en 2024, se nos vuelve paradoja. ¡Y es que, incluso contando el tiempo recorrido del presente siglo nunca tras tantas elecciones se ha deteriorado tanto la experiencia de la democracia en el mundo!
En mi libro Calidad de la democracia y expansión de los derechos humanos, publicado en 2018, he reflexionado a profundidad sobre la cuestión. Con prólogo de Laura Chinchilla, expresidenta de Costa Rica, subrayo los desafíos que acusa la democracia como consecuencia de la invertebración actual de las sociedades hispanoamericanas, el secuestro de los aparatos estatales por neopopulismos autoritarios y su apoyo por jueces constitucionales que vacían de contenido democrático a las constituciones; todo ello en un contexto de globalización digital que diluye los espacios territoriales de los Estados, afecta las mediaciones institucionales, hace inmediatas las relaciones de poder a través de los medios de comunicación digitales y provoca una inflación en los derechos humanos de grupos que los trivializan. Y así se afecta el sentido mismo del pluralismo democrático y su relación con la coherencia social que reclama la vida social y política, sobre todo la convivencia.
Entre tanto, China y Rusia, en las horas previas a la guerra de esta contra Ucrania aprueban la Declaración de Pekín sobre las relaciones internacionales para la Era Nueva, señalando que la liquidación de los estándares que han conceptuado a la democracia es indispensable para asegurar la paz hacia el porvenir; ello, dado que cada pueblo tendría derecho a escoger si vive o no bajo democracia, y hasta de votar libremente por la maldad absoluta si la estima de bienhechora. No por azar, a manera de ejemplo, sobre la destrucción del Estado constitucional de Derecho y su violación para desterrar el principio de la alternabilidad en el ejercicio del poder, sobran hoy los practicantes de la democracia y quienes abogan a diario para sostenerla en sus países que, a la par, aplauden -para decirlo en términos suaves- el “autoritarismo electivo” imperante en El Salvador.
¿Tiene relación esto con el advenimiento de las grandes revoluciones del siglo XXI, la digital y la de la inteligencia artificial, pues se construyen desasidas de lugares y desvalorizando al tiempo para forjar mundos virtuales e instantáneos? Es posible.
Hago presente, a la sazón, la enseñanza que nos deja ese titán de la sensatez que en vida fue el padre José Del Rey, jesuita miembro de la Academia Venezolana de la Lengua, quien acaba de fallecer. Insistía en que, por haber vivido y conocido de guerras, comprendió que si no se sabe de historia mal se entiende el porqué algunos asumen al mal como bien y ven al bien como un mal. Supo entender que cuando se pierde el discernimiento humano, lo más importante es recrear la memoria y si se cree en el futuro “el poder hablar en un lenguaje común en que todos nos entendamos es fundamental”. Como lo es saber que, “por encima del lenguaje está el respeto”, sólo posible cuando media el reconocimiento recíproco de la igual dignidad.
De allí que, en mi texto señalado refiera que la cuestión no es trivial, ni fácil de acometer. E insisto en este fenómeno por resolverse, pues es como si ahora -por la pérdida de valor de lo territorial y la preeminencia del tiempo- el velo protector de la vieja polis o ciudad, de nuestra intimidad nacional, por insuficiente hubiese caído para dejarnos en la desnudez total, diluyéndonos a los viejos ciudadanos en la muchedumbre. Incluso, nuestra intimidad y nuestras orfandades morales se han vuelto cuestiones públicas y de tránsito a través de las redes. Es como si al pequeño drama de nuestras existencias se le sumase el drama personal de los demás hasta hacérnoslo propio y cotidianamente insoportable.
De allí, mientras llega la reinvención democrática de la convivencia en libertad, la acusada y actual vuelta a las cavernas, a las patrias chicas como las llama e identifica Giovanni Sartori, uno de los más respetados teóricos sobre la democracia: suerte de regazo materno que aún nos protege y hace posible la vida introspectiva como políticamente inútil de nuestros contemporáneos. ¿O no es acaso esto lo que les ocurre a los sectores de los internautas en el mundo, en especial a los formantes de las llamadas tribus urbanas y a las neo identidades sexistas, declinantes en sus curiosidades y excluyentes de todo aquello que no se les parezca, quienes prefieren vivir anestesiados y abstraídos bajo los audífonos de un minicomponente digital?
Lo cierto es que en el tiempo de las relaciones globales que marcha con ritmo creciente, el territorio y la proximidad territorial pierden importancia, como la pierde el sentido estricto de la nación, que es saber ser libres como debemos serlo y con el paso de los años. El mundo se hace más abstracto e inmaterial, y la misma nación está amenazada como espacio natural de realización cultural y política.
Ha lugar a una suerte de “libanización” de la que no escapamos en Hispanoamérica; pues las comunidades se convierten en fortalezas y prisiones, a un punto tal que las líneas punteadas que separan a los Estados surgen ahora al interior de cada uno de estos -sea el salvadoreño, sea el venezolano, ora el colombiano, también el español- sin que por ello mengüe la actividad relacional, incluso global; pero, eso sí y sólo entre individuos no diferentes o compatriotas sino semejantes por necesidades, por utilidad, por identidades arbitrarias y al detal, o por la común indignación y la saña cainita que les aproxima.
“Cuando dos personas se respetan, pueden entenderse”, dice Del Rey, quien hizo vida dentro de la Universidad Javeriana de Colombia y funda entre nosotros la Universidad Católica del Táchira, en una zona que, como lo explicaba, había plenitud de violencia y trasiego de guerrilleros. Pero, “si perdemos al humanismo, ¿cómo vamos a entendernos?”, sentencia y pregunta lacónicamente.