Cuando supe por primera vez de las acusaciones de Amber Heard contra Johnny Depp en el 2016 me dije “¿Johnny también? ¿Y ahora quién será el próximo abusador?”. Al escuchar las primeras declaraciones de Depp, me inquieté porque esta falsa sensación de que “todos” los hombres se comportan igual, enrarece el ambiente y solamente favorece a los perpetradores reales, quienes se cobijan bajo el paraguas de los que no. El caldo se estaba poniendo morado. Efectivamente, rodaron titulares de prensa que con solo un poco de veneno podían poner al actor contra el paredón, y ocurrieron los muy temidos veredictos de la prensa. En estos primeros días del juicio, se le preguntó a Depp sobre la prensa negativa que recibió en el 2016, y fuera de The Guardian, los periódicos presentados se dedicaban a la farándula de Hollywood. Fue gracioso escuchar al actor dar respuestas tipo espejo al abogado, con el estilo de su personaje, el pirata Jack Sparrow. El juicio de difamación ha permitido oxigenar el discurso de dimes y diretes, revisar la pertinencia de evidencias claras o supuestas, y a pesar de encontrarse ambos ante la mirada inquisidora de la plaza pública, es un sacrificio que vale la pena tomar, no sólo para conocer la verdad, sino para superar los prejuicios y lugares comunes.
En el espacio compartido por una pareja, incluida la cama, se encuentran todas las tensiones de la plaza pública. En el caso de este juicio, lo que me interesa más es dilucidar cómo hombres y mujeres, con las diferencias que van desde las biológicas y hormonales hasta las sociopolíticas, optan por atacarse o defenderse. Las mujeres podrán tener desventajas de fuerza física respecto a los hombres, pero logran cerrar la ventaja por otros medios, otros recursos. Es falso que la mujer sea siempre víctima, es lo suficientemente hábil para defenderse, pero hay que admitir que no las tiene todas. Por su parte los hombres, tienen que comprobar que han sido maltratados a pesar de todas las ventajas sociales que tienen. Un juicio de esa naturaleza debe tomar en cuenta que cada quien intenta lo que le permite el reducido o amplio espacio que le es dado a cada uno.
En estos días aparece Amber Heard declarando en contra de su ex, y no hay que ver mucho para saber que el juicio sigue en el mismo tono de las peleas domésticas donde el tercer invitado era el alcohol, y la pregunta de marras es si había caminos alternativos distintos al de una querella legal. Hay un principio sobre que, mientras se pueda, los conflictos de pareja deberían resolverse entre ellos. Una postura exagerada de eso es la de García Márquez en Crónica de una muerte anunciada, donde el narrador insiste que lo que ocurre entre hombre y mujer no le incumbe a más nadie, y eso incluye los delitos. El caso opuesto es aquel donde se acude a un juez para cualquier cosa. Sin embargo, ni el mejor sistema judicial del mundo puede adentrarse en los conflictos más ocultos entre una pareja, pues éste sólo se debe a lo que estrictamente le compete.
Es este un episodio que ha desempolvado la crítica acérrima contra el movimiento feminista MeToo, y lo que toca es moverse del show farandulero y retomar el tema relevante de todo esto: el de las posturas impulsivas y desaforadas frente a una cultura que no logra la mediación de partes. A inicios del 2018, publiqué un artículo en este diario sobre cómo entre el manifiesto de MeToo en Nueva York y la carta de la autora y curadora Catherine Millet en París, yacía un océano de discordancias. Hoy en día, aun cuando sus concepciones nos parezcan irreconciliables, sirven de boceto y referencia para quizás abrir los entendidos ocultos de este debate.