En cierta ocasión, cuando el escritor Manuel Díaz Rodríguez ejercía funciones de senador de la república, tuvo un inusual ataque de sinceridad en una intervención frente a sus colegas legisladores. El autor de Ídolos rotos dijo sin empacho al público asistente: “Yo no represento aquí a la soberanía de ningún estado. Yo represento aquí a mi jefe, el General Gómez, que es quien me ha nombrado senador”. Al año siguiente, como premio a su lealtad, fue nombrado ministro de Fomento y luego presidente de los estados Nueva Esparta y Sucre. Antes ya había desempeñado los ministerios de Instrucción Pública y Relaciones Exteriores.
Se dice que esta exitosa carrera política de Díaz Rodríguez inició en un banquete ofrecido por Dionisia Bello, la concubina de Gómez. Durante el brindis, Díaz Rodríguez tomó la palabra y levantó su copa para decir, señalando hacia Dionisia Bello: “Bendigamos ese vientre que ha dado aguiluchos para la patria y palomas para la sociedad”. Luego de ese brindis, Manuel Díaz Rodríguez fue nombrado ministro y Laureano Vallenilla Lanz, en su periódico El Nuevo Diario, lo llamó “el intelectual más honorable de la América Latina”.
Díaz Rodríguez no fue un caso aislado en la Venezuela del gomecismo. Otros intelectuales como Carlos Borges, César Zumeta, José Gil Fortoul, Rafael Cayama Martínez, Andrés Mata, Pedro Manuel Arcaya, y muchos más, sirvieron al dictador con lealtad y devoción, sin importar derechos, justicia ni libertad. Igual pasó durante el perezjimenismo, el chavismo y en todo sistema autoritario de opresión y poder desmedidos.
“¿Qué ocurre en la mente humana que la hace capaz de proclamar la defensa intelectual de un régimen dictatorial?”, se pregunta Mark Lilla en Pensadores temerarios. Más que en las piruetas verbales del tirano que magnetizan a los fanáticos, Lilla centra su interés en la historia de vida de algunos pensadores para, desde los vericuetos de la biografía, entender la atracción y defensa de estos hacia las dictaduras. Lilla analiza esta compleja relación del intelectual y el poder en autores como Martin Heidegger, quien fue fiel y devoto funcionario del régimen nazi, o de Walter Benjamín, Michel Foucault o Jacques Derrida, férreos defensores de los impresentables sistemas estalinistas y maoístas, entre otros pensadores que sucumbieron a las amargas mieles del poder y que en el libro fueron agrupados bajo el término de “filotiranos”.
Raymond Aron, en su libro El opio de los intelectuales, haría una pregunta similar a la de Lilla: “¿Por qué hay intelectuales que son implacables con los defectos de la democracia pero están dispuestos a tolerar los peores crímenes siempre que sean cometidos en nombre de la doctrina correcta?”. Sea su causa motivada por el resentimiento, la ambición, la ignorancia, la inocencia o las afinidades electivas, un acercamiento al tema de la relación entre poder e intelectuales es un fascinante tema de investigación que no puede convertirse en un prontuario de ignominia, en una lista que tenga por único fin “organizar intelectualmente los odios políticos”, para decirlo con una ingeniosa frase de Julien Benda. Quizás deba ser otra cosa.
Me interesa más pensar en otros aspectos que surgen de esta relación entre los intelectuales y las ansias de poder, sobre todo en lo referido a la dupla ética y estética, es decir, a la práctica de valorar la calidad de una obra a partir de la biografía del autor, en estrecho vínculo con la corriente ideológica a la cual se ha suscrito, y cómo este juicio sirve para la construcción del canon y la historia literaria de un país. ¿Es despreciable la obra de un pensador filotiránico, sea cual sea su género y signo, por haber elegido, expresado y practicado su ideología política? ¿Debemos olvidar la obra de Vallejo, de Benedetti o de Gustavo Pereira por sus coqueteos y defensa hacia las dictaduras de izquierda? ¿Estuvo bien el que la Universidad de Los Andes negara el doctorado honoris causa a Jorge Luis Borges por sus comentarios favorables hacia la dictadura de derecha de Augusto Pinochet?
Volviendo a Manuel Díaz Rodríguez, otra pudo haber sido su actitud ante el gomecismo. Tomemos como ejemplo el caso de Rómulo Gallegos. Ya de fama internacional por la publicación española de Doña Bárbara en 1929, y con una activa participación política en el país, Gallegos recibió la invitación de Gómez para que fuese senador por el estado Apure y luego presidente del Congreso y de ahí a la cartera de Instrucción Pública.
Gómez sabía que a sus enemigos debía tenerlos cerca y comprometidos. Rechazar la invitación significaba de seguro cárcel y tortura, por lo cual Gallegos optó por el destierro voluntario. Más valían sus convicciones y su libertad de pensamiento que un cargo en el poder. La diferencia entre Díaz Rodríguez y Gallegos no fue un asunto de inmadurez e inocencia: 37 años tenía Díaz Rodríguez cuando comenzó su embeleso y admiración por la dictadura. En cambio, 47 tenía Gallegos cuando decidió marcharse para no apoyar las injusticias.
Mark Lilla, al final de su libro, se atreve a dar un breve consejo a los intelectuales para que no terminen convertidos en ídolos rotos: la humildad y el autoconocimiento. Antídotos estos para protegerse contra los cantos de sirena del poder.
Otras páginas
– Una literatura por descubrir. La literatura venezolana del siglo XIX es un amplio universo por descubrir. En la Bibliografía de la novela venezolana, coordinada por Gustavo Luis Carrera en 1963, se registran 47 novelas venezolanas publicadas entre 1842 y 1900. Este número no incluye las novelas que se difundieron por entregas a través de revistas y periódicos, así que la cantidad pudiera ser mayor.
– Leerle la mano a los libros. “El verdadero crítico literario es aquel que aprende con los años a leer la mano a los libros. Porque un libro es siempre una mano abierta, y la crítica, vista desde la perspectiva del futuro, de poco nos sirve si no tiene su pizca de quiromancia”. Eugenio Montejo.