miércoles, 12 febrero 2025
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Hoy daré una clase

Planificar, desarrollar, dar una clase debe ser organizar el tiempo y el espacio para la conversación, contextualización, recreación y reflexión crítica de las ideas, conceptos y definiciones

Krishnamurti siempre decía que la mayoría de las veces la redundancia es pedagógica y educativa. Debemos insistir en lo que conserva su sentido de realidad; enfatizar en las raíces sin las cuales es imposible lo civil; encontrarnos para que no muera la conversación que nos hace reales; rememorar para que siempre sucedan los verbos que garantizan los conciertos y desconciertos de la alegría de convivir. De allí que cualesquiera reflexiones prácticas sobre lo educativo deben estar atravesadas por la renuncia consciente al ejercicio de algunos hábitos, devenidos vicios, que vacían o deforman la ya antigua fuente de humanidad: La educación.

Esa renuncia comienza cuando nos interrogamos sobre lo que hemos venido haciendo. Crecimos escuchando la oración hoy daré una clase; ya cargada de alegría, ya saturada de resignación. Dar o recibir una clase era un viaje o a lo maravilloso o a lo trágico. Una experiencia cercana a la pasión amorosa o cercana a la del rechazo. Todo dependía de lo que prometía la misteriosa oración. Ella nos fundó el hambre por el conocimiento o el desprecio al mismo. Nos dio ilusiones realizables o autoengaños y frustraciones. Con esto intentamos mostrar el lugar donde se forja lo que hemos ido siendo y lo que nunca llegaremos a ser. Dar una clase era preparar el mundo para la vida de alumnos y alumnas. Era iniciar el tejido de la red de dignidades y libertades innegociables. Dar una clase no era un acto simple, sino complejo, lo supieran o no, los dadores o las dadoras.

Recibir una clase significaba llenarnos de marcas, huellas, delebles o indelebles; olvidables o inolvidables; gratas o ingratas. En aquéllas donde los hábitos de leer, resumir, analizar, interrogar, escuchar y conversar constituían los ejes transversales, sentíamos el impacto de lo inolvidable, memorable y ejemplar. En aquéllas donde reinaban el dictado, la transcripción automática e insignificante; donde lo importante era responder preguntas cuyas únicas respuestas estaban a la mano en los libros obligatorios, transcritas en el pizarrón como la única verdad; donde aprender se reducía a copiar y repetir lo dado, allí experimentamos la labor del olvido y el rechazo por todo lo que oliera a ciencia o arte. Una escuela, un liceo, una universidad cuyos universos pedagógicos estaban fracturados o divididos en dos realidades: La clase de la conversación y la clase de la mudez. La primera, constructora de las columnas de la ciencia, el arte, la tecnología y la democracia; la segunda, negadora de todo y forjadora de la tiranía de lo fácil, de la trampa, de lo mediocre y de las sombras inhibidoras de la luz y sus posibilidades.

Hoy, más que ayer, es urgente, necesario e importante la redundancia. Debemos fortalecer las compuertas de los saberes necesarios para que no se desborden las aguas de la ignorancia planificada, deseada y aplaudida. Planificar, desarrollar, dar una clase debe ser organizar el tiempo y el espacio para la conversación, contextualización, recreación y reflexión crítica de las ideas, conceptos y definiciones. Ya no es posible continuar el culto a lo estéril y anacrónico. ¿Es necesario repetir? Sí, repetir lo importante; aquello que nos permita otorgar sentidos y alcances a las experiencias mínimas de los días. Por aquí andan y demandan los tiempos de hoy. Ya es de la prehistoria convertir la oración Hoy daré una clase en un instante y una estancia donde gritan la monotonía de la mudez, la objetividad del dictador/a, la rigidez de las definiciones, la mano ciega, la repetición vegetal y la prisa de la obligación. Dar una clase es llenar de respiraciones los lugares amenazados por la asfixia de los tiempos muertos.