Hay una geografía de aquellos sitios donde hemos comido y nos hemos sentido en casa. No que uno los esté nombrando o recordando con frecuencia, sino que son una presencia en la memoria, en el olfato, sus espacios y ventanas, sus colores y luces, los recorridos entre la mesa y la cocina, a veces una imagen pura y simple, un sabor inolvidable, pero, sobre todo, por quedar en nuestra historia. Historias que regresan, unas más misteriosas que otras.
En estos días recordé a una amiga el pasado 31 de diciembre durmiendo, pensando en el sancocho inmenso de sus hermanas para el día siguiente de año nuevo. He tenido la dicha de compartir con su familia en medio del verdor de estos días frescos en Upata. Hay otra olla enorme cuya cálida imagen aún vive en mi memoria, y fue una noche de invierno con temperaturas bien por debajo de cero en el norte de los Estados Unidos. Unos venezolanos nos habían invitado a una fiesta de dominó, y cuando tocamos el timbre, en medio de la saltadera para mantener el calor de la sangre, aquellos encantadores larenses nos abrieron la puerta para invitarnos a degustar la sopa y tomar unas cervecitas.
En Ciudad Guayana he vivido tantos años que es imposible nombrar todos los sitios, sobre todo en celebraciones de casas de amigos o cuando nos reuníamos por horas para hacer las hallacas y escuchar música. Y de los restaurantes, hay uno que siempre he echado de menos, por la delicia de sus platos y parrillas y por las particularidades de sus mesoneros ocurrentes. A veces iba con un cuaderno para escribir y quizás una vez a pasar un guayabo, y después salía de allí como si hubiese estado en casa. Pero no es el único restaurante amable, por supuesto, ahora no sé por qué recuerdo uno en San Félix donde me invitaron a comer carne mechada frita y casabe rociado con café dulce. El restaurante ya no existe, pero con esta geografía de mi mente tengo.
Tengo una memoria culinaria inolvidable de cuando viajé con mi familia para los Andes por primera vez, siendo adolescente. En un hotel en Barinas prepararon un periquito tan delicioso y jugoso que no pude nunca replicarlo o encontrarlo en otra parte. No fue sino en días recientes que le dije a una amiga que ella le había llegado cerca. Las truchas, las arepas andinas con harina de trigo, los jugos en jarras, a partir de esas vivencias, ya los Andes no se me antojaban extraños. De regreso pasamos después por el estado Zulia y, lo que más recuerdo es la abundancia y los precios imbatibles.
Mi familia es oriental y pudiera conversar sobre la sencillez de sus platos, de una variedad de especies vegetales y marinas que es muy extensa.
De Inglaterra soy una enamorada de su vida de pubs. Hay unos cuyos menús despliega la información de las cervezas en pizarras que, si no fuera por las letras y los colores, se podrían confundir con un fichero de biblioteca. Había uno cerca de mi casa donde aprovechaba las ofertas de platos en las tardes de verano. España, por supuesto, no se queda atrás. Hay un bar al que le tengo las coordenadas, donde fui a comer durante los días que fui a visitar a una amiga en Madrid. Allí probé unas tapas de bacalao y la ecuatoriana que me atendió me aseguró: “lo que es de bacalao, dudo que las consiga en otra parte”. No se muere de hambre como vendedora. Pero lo que me chifla de ese país es cómo preparan las habas, y quisiera volver a ese restaurante en Segovia cuyo nombre no recuerdo. Y si no, otro bueno debe haber, no puede cerrarse uno a nada.
Quizás la mejor réplica nos espera al cruzar una esquina o en una inesperada invitación. Nunca se sabe.