domingo, 6 octubre 2024
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¡Hitler no pudo acabarlos!

El pueblo judío lleva dentro de sí algo que ha seguido viviendo cuando han acabado con mucho de lo bueno que tiene.

@cjaimesb

En bendita memoria de Klara Ostfeld

En 1971, una niña de doce años se encontró en la biblioteca de su padre un libro de Virgil Gheorghiu, La hora veinticinco, donde un jornalero alemán es acusado de ser judío y enviado a un campo de concentración y trabajo. Luego se descubre que no era judío, sino que el funcionario que lo envió a recluir estaba interesado en su esposa, pero el solo hecho de que se presumiera judío bastó para apresarlo.

Impresionada, la niña acudió a su papá para que le explicara por qué ser judío era considerado un delito. Esa niña era yo. Desde que tengo memoria y por la gran influencia que mi padre tuvo en mí -él siempre me aupó a levantar la voz en contra de los abusos- he tenido un abierto rechazo a las injusticias. No tengo dudas de que aquella era la primera vez que me topaba con una injusticia tan grande. A partir de ese momento, ese sentido de justicia me ha llevado a apoyar las causas de los hebreos en la consecución del “nunca jamás”, que ya no sólo pertenece al pueblo judío, sino a toda la Humanidad que desea vivir en paz.

El 27 de enero pasado se conmemoró el día de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. Hitler, por fortuna, no pudo concluir su propósito. Quiero ofrecerles mi testimonio de cómo alguien ve desde afuera el triunfo de las comunidades judías en el mundo sobre quienes quisieron exterminarlas.

En 2010 estuve en Israel, invitada por el Yad Vashem a realizar un curso sobre cómo comunicar el Holocausto. El segundo día fuimos por primera vez al Museo del Holocausto. A medida que avanzábamos en nuestra visita, las paredes se hacían más estrechas. La arquitectura cumplía su cometido de hacer al visitante sentirse ahogado. Recuerdo cuando llegamos al pabellón donde están los zapatos cubiertos por un piso transparente. Ahí sentí que no podía seguir… Recordé a mi amiga, la periodista Idania Chirinos que me dijo: “cuando visité ese museo entré caminando y salí de rodillas”. Esa noche, cuando regresé al hotel, me lancé en mi cama y sollocé. Sollocé como cuando murió mi papá en un accidente de carro. Me dolió el pecho de tanto llorar. No se me quitaba de la cabeza el pabellón de los niños. Las fotos. Las caras. Las lucecitas. Una luz por cada vida que apagaron los nazis. Me pregunté por enésima vez en mi vida por qué si el ser humano es capaz de realizar los actos más sublimes, lo es también de consumar los hechos más viles. Me cuestioné por qué llamamos animales a los animales, cuando los animales sólo matan por necesidad. ¿Quién es más animal entonces?

Pero la misma arquitectura del museo que constriñe y ahoga, a la salida se abre como un pájaro que va a emprender el vuelo: la esperanza. Los nazis no cumplieron su objetivo. Los judíos sobrevivieron y pudieron recomenzar después de haber vivido la peor página de su historia.

Quise mucho y tuve el privilegio de contar con la amistad de Trudy Spira. La conocí en 2004 cuando la entrevisté por primera vez. En esa oportunidad escribí: “Cuando ella comenzó a hablar, hice silencio, un reverencial silencio. Y unos minutos más tarde, cuando tuve que enviar a comerciales, la voz no me salió: las lágrimas no me lo permitieron. Y ella, entera, fuerte, valiente.

A los doce años, cuando fue liberada del campo de concentración de Auschwitz, Trudy asumió como misión, ‘Misión Trudy’ como ella la llamaba, el divulgar los horrores que vivió para evitar que vuelvan a suceder, en cualquier parte, en cualquier momento, por cualquier motivo.

Trudy dio muchas charlas, en muchos lugares. Todas en torno al Holocausto, pues su motivo principal era dar a conocer los hechos para que nunca más se repitieran.

El mundo se puede cambiar para bien cuando se actúa movido por el amor, como Trudy en su misión”. En una de nuestras largas conversaciones, le pregunté cómo era posible que no sintiera odio. Me respondió que cada vez que veía a sus hijos, sentía que quien había salido victoriosa había sido ella. Hitler estaba muerto, pero ella estaba viva, y tenía hijos y tenía nietos.

En memoria de Trudy y en honor de tantos otros valientes que han ofrecido sus testimonios para que lo que sucedió en la Alemania nazi no vuelva a suceder, como Klara Ostfeld, cuya memoria intentan honrar estas palabras -y porque sé del sufrimiento que les causaba narrar sus experiencias- dedico este artículo de hoy. Además les aseguro que su legado no morirá, pues la llama que encendieron en tantos corazones de bien seguirá encendida para que ese “¡nunca jamás!” continúe como un eco hasta que no haya más genocidios.

Queridos amigos judíos, ustedes han sido vindicados por el descubrimiento y desciframiento del genoma humano, que terminó de echar por tierra todas las teorías de razas superiores. De hecho, los análisis del ADN han demostrado que todos los humanos tienen mucho más en común, genéticamente, que diferencias. La diferencia genética entre dos seres humanos es menor del 1%. Pero puedo decirles que aunque no existen razas superiores, la superioridad de los judíos -un grupo tan pequeño dentro de un mundo tan grande- es evidente. Entre los hombres que más influencia han tenido en la Historia de toda la Humanidad ha habido judíos. El hombre que dividió esa Historia un antes y después, Jesucristo, era judío. Apenas en el siglo pasado tuvimos a Sigmund Freud y a Albert Einstein. Eso por no mencionar a los dos centenares de recipiendarios de los premios Nobel, que corresponden al 22% de los premios otorgados.

Eso me lleva a mencionar con admiración la importancia que los judíos le otorgan a la educación. Porque ya teniendo la certeza de que no existen razas superiores, la superioridad de los judíos viene de la educación. De la disciplina y la organización de sus grupos esparcidos por todo el mundo en torno a la importancia del tema educativo. Y eso es envidiable. Ciertamente, las comunidades judías en todo el mundo son más educadas que el resto, porque valoran la educación.

Si Hitler hubiera vencido en su propósito de exterminar al pueblo judío, quién sabe cuándo se hubiera inventado la píldora anticonceptiva, desarrollada por el endocrinólogo Gregory Pincus y aprobada por la FDA en 1960. No hubiéramos disfrutado de la maravillosa música de Leonard Bernstein, ni de las interpretaciones de Jascha Heifetz; Daniel Barenboim o Itzhak Perlmann. Los Estados Unidos no habrían tenido un secretario de Estado de la talla de Henry Kissinger. La ciencia estaría retrasada en los campos donde han descollado los científicos judíos. No existirían las obras maestras de Marc Chagall o Man Ray, ni las películas de Steven Spielberg, ni las canciones en la mágica voz de Barbra Streisand. Y si Jerry Siegel and Joe Shuster hubieran muerto en el Holocausto, tal vez Superman, el súper héroe por excelencia, hubiera durado sólo un par de años.

La creación del Estado de Israel es también reivindicante, pues los judíos por primera vez en más de tres milenios, desde que Moisés salió de Egipto y llegó a la Tierra Prometida, vuelven a poseer su territorio. Además es esperanzador que en una tierra tan árida hayan logrado el milagro de construir en tan pocos años un país desarrollado, el único en todo el Medio Oriente, respetado por sus amigos y temido por sus enemigos, donde se practican los principios de justicia, verdad y paz enunciados en la Torá.

Ante todas estas maravillas, no puedo soslayar el tema del antisemitismo. Como tantos “ismos” que han causado enormes daños, el antisemitismo recrudece con fuerza aupado por las corrientes negacionistas y los deseos de Ahmadinejad y Khamenei de que “Israel debe ser destruida”; de la Autoridad Palestina sobre que el futuro sea “un mundo sin Israel” y las amenazas de ISIS de “acabar con el régimen sionista en Israel” y que “entrarán en Jerusalén”. Estas corrientes fanáticas parecieran responder a una etapa histórica que se repite en todo el mundo.

El pueblo judío lleva dentro de sí algo que ha seguido viviendo cuando han acabado con mucho de lo bueno que tiene.

Por eso termino mi intervención con unas palabras de un bellísimo rezo del Rosh Hashanah y el Yom Kippur: Avinu Malkeinu, que pide que el odio y la opresión desaparezcan de la tierra:

“Ten compasión de nosotros y de nuestros hijos 

ayúdanos a poner fin a la peste, la guerra y la hambruna 

haz que el odio y la opresión desaparezcan de la tierra”