El tema es amplio y merece todo el rigor que organizaciones, especialistas y luchadores de ambos géneros han aportado. Sin embargo, sus conceptos e instrumentos -pienso- no invalidan inquietudes que nos da el sentido común ante acciones retorcidas que expresan la violencia contra la mujer en primer lugar, pero a fin de cuentas contra la familia entera. ¿Por qué los patrones de acoso y de hechos mortales parecen repetirse sin que intervenga con eficiencia la protección del Estado? ¿Son los modos de violencia tan imponderables que impiden que casos alertados terminen con víctimas mortales, luego de buscados el cuido en las autoridades? ¿Es posible abordar las campañas de protección, educación y formación, sin que esas visiones ideologizadas del problema impongan la narrativa social? ¿En sociedades destrozadas por crisis, caso de Venezuela, existe vínculos directos con la agudización en otros indicadores de calidad de vida? Las cifras en los países latinoamericanos establecen similitudes sorprendentes sobre el papel de la sociedad y del Estado. ¿Por qué se avanza poco hacia las transformaciones que destierren estadísticas horrorosas?
En el mes de marzo del presente año hubo un caso que conmovió la opinión pública de Perú y que tuvo el foco de los medios y de toda la población. Se trató de la muerte de una joven de 19 años, Katherine Gómez, prendida en fuego por su exnovio, posteriormente capturado en el mes de abril en Colombia y que, hasta noticias recientes, aún se encuentra en trámites de extradición para ser enjuiciado. Si bien, el caso fue abordado por algunos medios como expresión de la presencia extranjera en el país andino en virtud de la nacionalidad venezolana del agresor, el diario El Comercio de Lima había realizado previamente con ocasión del Día Internacional de la Mujer y en días sucesivos al episodio referido, reportajes que enfocan con precisión la magnitud el problema de los femicidios. En el editorial del 8 de marzo, dice textualmente: “De entre todas las estadísticas, quizás ninguna resulte tan escalofriante como la de los femicidios, aquellos asesinatos cometidos contra mujeres, adolescentes o niñas por motivos de género, por no ceñirse a los roles que el machismo tradicionalmente les ha signado, y que suelen ocurrir en el hogar y tener como perpetrador a alguien cercano a la víctima. En todo el año pasado, los centros emergencia mujer (CEM) atendieron 130 asesinatos con características de femicidios. Mientras que, el mismo registro, las tentativas de femicidios ascendieron a 111”. El 30 de marzo, en entrevista con la periodista de El Comercio, Francesca Raffo, la defensora del Pueblo de Perú, Eliana Revollar, manifestó: “Estamos tocando fondo” teniendo de contexto, en el sumario del reportaje; “De enero a febrero de este año el programa Aurora del Ministerio de la Mujer ha registrado 4.015 casos de violencia sexual, 68,8% de ellos fueron niñas o adolescentes”.
El delito se apoya en inútiles mecanismos de ley
En Colombia los casos tienen una frecuencia de cinco agresiones diarias contra la mujer, señalan las estadísticas oficiales de esa nación. Uno de los más sonados ocurrió el Día de las Madres, 14 de mayo, que caracteriza perfectamente las actuaciones más repetidas de las autoridades en nuestros países, incluyendo en este patrón a México.
Érika Aponte Lugo era el nombre de la mujer asesinada en un centro comercial de Bogotá por su expareja: “(…) se le otorgaron medidas de protección provisionales, se solicitó acompañamiento y protección al Comando de Policía de Socha, lugar en que la víctima reportó la residencia y se trasladaron las medidas para que la comisaría de dicho municipio definiera el asunto de conformidad con ‘la ley’ reseña el portal El Colombiano del 15 de junio”. Situaciones como esa siguen contándose en innumerables casos en Venezuela. Llegado a este punto es cuando cobran relevancia las interrogantes al principio de estas líneas y merece el énfasis en que los ciudadanos deben incidir, en la defensa de los derechos de la mujer, en la superación de las secuelas para la familia, como célula primaria de la sociedad. El Estado, las autoridades y las organizaciones civiles diversas no pueden excusarse en la formalidad de los procedimientos y hasta allí. Presentándose los hechos mortales vienen las “averiguaciones” y el “papeleo” de algo que ha podido evitarse, y circunstancia en la que las víctimas jamás podrán ser resarcidas, aun aquellas que sobrevivieron, ni sus familiares. La indefensión es grande y las leyes son solo ritos ante las injusticias y muros de soledad para quienes padecen la violencia.
Consulté profesionales abocadas a la materia. En manejo de conceptos y pasión por el trabajo no tenían competencia. A la pregunta sobre cómo actuar en los casos en que se han formalizado los trámites ante las autoridades previendo situaciones graves, sus respuestas fueron inconclusas. Ante la falta de espacios físicos que sirvan como refugio de mujeres en peligro -condición venezolana- y, en el propósito de evitar emboscadas o acechadas en su hogar (tal fue episodio de una señora en ciudad de México), las activistas me decían que ellas cumplían con la denuncia, que luego tocaba al Estado cumplir con sus funciones. Esto aun cuando es verdad formal, no es la realidad que evidencian las estadísticas, por lo que entonces la sociedad en su conjunto debe también impulsar iniciativas como que sea añadida a las normas, por ejemplo, la condición de guardia y custodia legal que garantice la efectividad de las leyes. Son estas las transformaciones prioritarias, desestimadas por actores políticos latinoamericanos, ocupados de la mitología revolucionaria o en la simple vanidad del poder.