Ciudad Guayana, 19 de marzo de 2021
Estimado lector:
Lo confieso: encuentro en la lectura de cartas ajenas un morboso y edificante placer que no hallo fácilmente en otro tipo de textos. En las cartas consigo situarme más fácilmente en la privilegiada posición de un espectador omnisciente, en medio de una conversación privada, sonrojándome, amargándome o alegrándome luego de leer cada confesión escrita por los remitentes. Ese afán de voyerista quizás sea lo que me anime a ser un ferviente lector de epistolarios, o tal vez un lector a secas, pues en resumidas cuentas un amante de los libros no es más que un infatigable fisgón de otras realidades y de otras vidas.
Pero esa no es la única razón que me hace ser mosca sobre la miel de las cartas. Ocurre que ellas, además de hacerme sentir dios que todo lo sabe, que todo lo ve y que todo lo puede, también logran desarrollar un modo más sincero de mostrarnos al otro, un striptease del ego que termina dejando a los interlocutores desnudos sobre las páginas de la misiva.
Esa doble cualidad de la confesión y la autorreflexión la he encontrado en infinidad de epistolarios: en las cartas de Teresa de la Parra a Rafael Carías, en las de Pío Gil a su amada Matilde Alvarado, en las de Bolívar y Manuelita, las cartas de Guzmán Blanco a su esposa Ana Teresa Ibarra, en las de Mario Briceño Iragorry, en las de Flaubert o entre Mariano Picón Salas y el mexicano Alfonso Reyes. Sean de amistad, de amor o entre familiares o conocidos, en las cartas se manifiestan con mayor intimidad los interlocutores y sucede, como llegó a decir alguna vez el poeta John Donne, que “más que besos, las cartas entremezclan almas”.
El problema es que las cartas ya dejaron de ser. Ahora se perciben como souvenirs del pasado, como prácticas de abuelos que fueron sustituidas por fugitivos y lacónicos mensajes enviados a través de las redes sociales.
Ya en la temprana fecha de 1948 denunciaba el poeta español Pedro Salinas el peligro que corrían las cartas frente al auge del telegrama, mucho más rápido y económico. Pensaba Salinas que algo fundamental podría perderse si esto llegaba a suceder y, en un largo ensayo titulado Defensa de la carta misiva y de la correspondencia epistolar, dijo en son de combate, comparando una con otra:
“Es la carta básica, propia de un ambiente en que se propugnan los lenguajes básicos, la sensibilidad básica y la simpleza básica, como panacea de nuestros apuros. Para el filósofo de la historia es una muestra de que nada se innova; tan desvanecido anda el hombre desde que se cree un animal de progreso, que no percibe lo mucho que se regresa con el progreso. Porque si no andamos equivocados, este hombre del siglo XX, como se comunica con sus semejantes por el simple trazado de rayas o palotes, viene a darse un abrazo con su prójimo de las más remotas edades”.
¿Qué no diría Salinas al ver que la carta se convirtió hoy en un inútil artilugio de antaño? ¿Qué pensaría al ver el emoticón, el sticker y los escuetos mensajes de texto de los teléfonos móviles como sustitutos de las misivas y como nueva panacea de nuestros apuros?
El asunto va más allá de un nostálgico reclamo. La desaparición de las cartas es solo la materialización de algo mucho más grande y funesto: es en el fondo un paso más dado hacia la paulatina disminución del diálogo, la mengua de la reflexión sobre nosotros mismos y sobre el otro, sustento de las humanidades, cuya degradación nos ha echado ya a un abismo de pataletas y olvidos. Y no, las redes sociales no vienen a ser una mejora de la práctica de las cartas pues estas, al decir de Salinas, opinión que comparto plenamente, aportan “otra suerte de relación: un entenderse sin oírse, un quererse sin tactos, un mirarse sin presencia, en los trasuntos de la persona que llamamos, recuerdo, imagen, alma”.
Si seguimos reflexionando acerca de las consecuencias de la desaparición de las cartas, tanto en su materialidad como en sus estrategias discursivas, podríamos darnos cuenta de otros problemas sobre los cuales aún no hemos hecho conciencia: ya no habrá más epistolarios con los cuales los lectores e investigadores del futuro puedan husmear y gozar morbosamente sobre las vicisitudes y pareceres de los escritores de hoy. Esa correspondencia, sea del signo que sea, quedará encerrada en las claves de los correos electrónicos y en los discos duros y, por los momentos, esos elementos no forman parte de los archivos que los familiares donan a las bibliotecas públicas luego de la muerte del escritor.
Por este camino, quizás el epistolario quede como un recurso literario que pronto perderá su sentido entre los lectores.
Sin más que agregar, y deseándole los mejores augurios de felicidad, salud y prosperidad,
Me despido en espera de su nueva carta,
Su fiel servidor.
Otras páginas
– La angustia de la creación: “No sé si es la primavera, pero estoy de un mal humor prodigioso; tengo los nervios tensos como hilos de latón. Estoy rabioso sin saber por qué. Quizás mi novela [Madame Bovary] es la causa. Esto no marcha, no funciona. Estoy más cansado que si empujase montañas. Hay momentos en que tengo ganas de llorar. Hace falta una voluntad sobrehumana para escribir, y solo soy un hombre. A veces me parece que necesito dormir durante seis meses seguidos. ¡Ay, con qué desesperación miro las cimas de esas montañas a las que querría subir mi deseo! ¿Sabes cuántas páginas habré escrito dentro de ocho días, desde mi regreso de París? Veinte. ¡Veinte páginas en un mes, trabajando al menos siete horas al día! ¿Y el final de todo esto? ¿El resultado? Amarguras, humillaciones internas, y nada para sostenerse más que la ferocidad de una fantasía indomable. Pero envejezco, y la vida es corta”. Gustave Flaubert