sábado, 15 febrero 2025
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El monstruo de la complejidad

No es fácil ver al monstruo de la complejidad; sin embargo, quien logra avistarlo, quien al menos localiza su rastro, nunca más llega a percibir al mundo de la misma manera.

@diegorojasajmad

No es fácil avistar al monstruo de la complejidad. Apenas se detecta su presencia, tan pronto decide asomar sus babosos tentáculos, su hirsuta pelambre, sus pegajosas redes, rápidamente se hunde en las sombras de lo cotidiano y desaparece.

Pocos han logrado verlo, y entre quienes han tenido la ocasión de contemplar sus extrañas formas se encuentran Aristóteles, Charles Darwin, Ilya Prigogine, Frijot Capra, Edgar Morin, Niklas Luhmann, entre otros.

Cuando Diderot y d’Alembert se reunieron para hacer la Enciclopedia, aquel magno proyecto editorial del siglo XVIII que intentó compilar en más de setenta mil artículos todo el saber del mundo, en ese instante vieron a la complejidad (¿o fue al revés?).

Alexánder von Humboldt tuvo su delirio científico encaramado en la cima del Chimborazo y allí pudo ver al extraño ser. Años después, ya en su hogar, seguía recordando aquel fantástico encuentro y en carta dirigida a un amigo mencionó su proyecto de representar a la criatura avistada: “Tengo la extravagante idea de describir en un solo trabajo todo el total del mundo material, desde las estrellas nebulosas hasta la distribución geográfica de los musgos en rocas de granito”. En las relaciones del todo, en aquel “cosmos”, vio Humboldt los rastros del monstruo.

Andrés Bello, alentado por su curiosidad hacia todas las ciencias (los veintiséis tomos de sus obras completas así lo atestiguan), de seguro entrevió en ese afán al monstruo de la complejidad. No tiene otra explicación la confesión que hizo en su discurso de inauguración de la Universidad de Chile, en 1843, cuando dijo que “todas las verdades se tocan”.

De todos los testimonios del avistamiento de la complejidad y de sus huellas de sistemas y relaciones, quizás la que más me atrae por los detalles que proporciona, por su sutileza y sugerentes descripciones, fue la que dio el escritor español José Cadalso, quien en sus Cartas marruecas, publicadas en 1789, relata:

“Pocos días ha, me entré una mañana en el cuarto de mi amigo Nuño antes que él se levantase. Hallé su mesa cubierta de papeles, y, arrimándome a ellos con la libertad que nuestra amistad nos permite, abrí un cuadernillo que tenía por título Observaciones y reflexiones sueltas. Cuando pensé hallar una cosa por lo menos mediana, hallé que era un laberinto de materias sin conexión. Junto a una reflexión muy seria sobre la inmortalidad del alma, hallé otra acerca de la danza francesa, y, entre dos relativas a la patria potestad, una sobre la pesca del atún. No pude menos de extrañar este desarreglo, y aun se lo dije a Nuño, quien sin alterarse ni hacer más movimiento que suspender la acción de ponerse una media, en cuyo movimiento le cogió mi reparo, me respondió: ‘Mira, Gazel; cuando intenté escribir mis observaciones sobre las cosas del mundo y las reflexiones que de ellas nacen, creí también sería justo disponerlas en varias órdenes, como religión, política, moral, filosofía, crítica, etc.; pero cuando vi el ningún método que el mundo guarda en sus cosas, no me pareció digno de que estudiase mucho el de escribirlas. Así como vemos al mundo mezclar lo sagrado con lo profano, pasar de lo importante a lo frívolo, confundir lo malo con lo bueno, dejar un asunto para emprender otro, retroceder y adelantar a un tiempo, afanarse y descuidarse, mudar y afectar constancia, ser firme y aparentar ligereza, así también yo quiero escribir con igual desarreglo’. Al decir esto prosiguió vistiéndose, mientras fui ojeando el manuscrito”.

Los estudios literarios se toparon con el monstruo de la complejidad en la segunda mitad del siglo XX. La consecuencia de ello fue un vertiginoso repensar de fundamentos y acciones que han convertido hoy a la literatura en una ciencia inestable y en permanente construcción. De la invariable y segura percepción de que se analizaba un objeto único, cerrado, de significado ya clausurado por su autor y de fundamentación exclusivamente lingüística, estética y formal, pasó a una amplia red de argumentaciones que -desde lo transdisciplinario, lo relativo y la multiplicidad de nociones- intenta ahora comprender a un objeto de estudio cuya esencia y definición mismas están igualmente en entredicho.

El encuentro con el monstruo de la complejidad hizo que los estudios literarios desarrollaran una visión rizomática, compleja y variable, que alteró la forma en la cual el investigador emprendía el escrutinio de las obras. Se recuperaban de esa manera las intuiciones que, desde antaño, los mismos creadores habían percibido como representación de lo literario, desde esa visión plural y enigmática como “los cuatro extremos de una soga”, de Armando José Sequera, “el jardín de los senderos que se bifurcan” de Borges o “la tercera orilla del río” de Guimarães Rosa. Una literatura que escondía mucho más de lo que su aparente unicidad y sencillez mostraban.

Esta visión compleja de la literatura, que reinserta la obra en su contexto y la pone a dialogar con los otros discursos sociales, con las demás aristas de la realidad, es una apuesta por entender la literatura en la dinámica de su entorno, como producto cultural que circula por y entre seres humanos, lo que exige de parte del crítico un cambio epistemológico de grandes dimensiones.

El monstruo de la complejidad hizo nuevamente de las suyas. 

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La soledad absoluta: “…no hay oficio más solitario que el del escritor, en el sentido de que en el momento de escribir nadie puede ayudarlo a uno, ni nadie puede saber qué es lo que uno quiere hacer. No: uno está solo, con una soledad absoluta, frente a la hoja en blanco”. Gabriel García Márquez

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