Al latinoamericano de ayer y de hoy lo identifican dos cualidades: su obsesión por fundar realidades y sus persistentes miradas al pasado, para encontrar allá, en aquellos rincones de la historia, indicios de lo que fuimos y de lo que somos.
José Vasconcelos, los hermanos Henríquez Ureña, Arturo Úslar Pietri, Arturo Ardao, Mariano Picón Salas, Ernesto Mayz Vallenilla, Leopoldo Zea, José Luis Romero, entre muchos y muchos otros, han señalado esas curiosas características de la personalidad americana, muy propia de nuestros lares, de compararnos con sujetos de otros continentes y hacer conciencia de nosotros mismos, una necesidad de autoconocimiento y autodefinición expresada sobre todo en la labor ensayística de la literatura latinoamericana y que Alberto Zum Felde, el escritor uruguayo, llegó a resumir de la siguiente manera: “conocerse, comprenderse, interpretarse a sí misma a través de una heroica autocrítica, que a veces llega a parecer masoquismo”.
Esa generación de ensayistas que acabo de mencionar produjo una obra cautivante y profunda. Ellos, a mediados y en la segunda mitad del siglo XX, se dedicaron a desenredar la maraña de nuestra identidad americana, y esa labor de reflexión continental, que pareció menguar durante la década de los años 90, tiene hoy continuación en autores contemporáneos como Jorge Volpi, Martín Caparrós, Rafael Rojas y otros.
Pareciera que cada tanto surge una generación de pensadores que sienten la identidad como una piedra en el zapato y dedican parte de su vida y de su obra a calmar esa angustia respondiendo la pregunta de quiénes somos.
Si echamos la mirada atrás (como latinoamericanos que somos), podríamos descubrir que una genealogía de la conciencia sobre este nuevo continente, y en particular desde el ámbito de lo literario, tuvo inicio en 1629 con Antonio León de Pinelo y su Epítome de una bibliotheca oriental y occidental, náutica y geográfica, etc., en que se contiene los escritores de las Indias Occidentales especialmente del Perú, Nueva España, La Florida, El Dorado, Tierra Firme, Paraguay y el Brasil, y viajes a ellas, y los autores de navegación y sus materiales y apéndices. Esta obra de León de Pinelo se considera el primer repertorio de la literatura latinoamericana que, al decir del bibliógrafo mexicano Ernesto de la Torre Villar, tuvo por mérito: “el de haber reunido en un solo cuerpo y por vez primera, la producción bibliográfica relativa al Nuevo Mundo, incluyendo las Filipinas. La suya es la primera bibliografía americanista”.
A ese temprano proyecto de reunión y valoración de conjunto de la cultura latinoamericana podrían sumarse otros como los repertorios de Lorenzo Botudini Benaduci, Idea de una nueva historia general de la América Septentrional. Fundada sobre material copioso de figuras, symbolos, caracteres, y geroglíficos, cantares y manuscritos de autores indios, últimamente descubiertos, de 1746; Juan José de Eguiara y Eguren, Biblioteca mexicana, de 1755; José de Eusebio de Llano Zapata y sus Memorias histórico físicas apologéticas de la América meridional que a la magestad del Señor Don Carlos III dedica Don José Eusebio de Llano Zapata, de 1761; Juan Antonio Navarrete y su Arca de Letras y Teatro Universal, de 1783, entre muchos otros, que servían como constructores de un corpus americano cuyo inmenso valor cultural y estético no tenía correspondencia con el desinterés mostrado desde el Viejo Mundo.
La obra de esa primera generación de pensadores coloniales, que tenían por preocupación el continente, alimentaría las ideas de Alberdi, Miranda, Bolívar, Bello, José Martí, Sarmiento, Hostos, Rodó, Manuel González Prada, entre otros, quienes durante el siglo XIX y principios del XX seguirían con la tarea de comprensión y defensa de nuestras enseñas. Estos, a su vez, fueron chispa y sustento de los ensayistas latinoamericanos de mediados del XX.
Esa larga sucesión de pensamiento, que va de Antonio León de Pinelo hasta Jorge Volpi y Rafael Rojas, nos invita a mirar desde lo continental, desde la integración, para que sigamos en esa masoquista labor de pensarnos.