Una de las cosas que más agradezco a la vida es pertenecer a una generación que gira en torno al libro. Leerlos con deleite -con exaltada curiosidad detrás de un tesoro escondido en aquella mixtura de palabras- son razones suficientes para adentrarse en el universo del papel y la tinta que coloco frente a mí. Mientras más voluntaria es la lectura resulta más placentera, porque toda obligación atenta contra el goce que ella proporciona, al involucrar al sentido del tacto, del olfato, de la audición y por supuesto el de la vista. Todos se unen en una complicidad sensorial que excita la imaginación, mientras recorres la vida de otros en lugares a los que nunca irás, y a la que te acercas desde la perspectiva de un narrador.
El camino recorrido no ha hecho más que refrendar aquella pasión temprana que irrumpió en mi vida antes de cumplir mi primera década. Todo conspiró para que aquello ocurriera, pues en Upata el único medio de comunicación era la radio. Esa que reclama tu atenta audición y que estimula la capacidad fabuladora de la audiencia infanto-juvenil, que era un público cautivo. Tuve una madre que aprendió a leer y escribir sin haber ido nunca a la escuela, y que por eso mismo entendía que todo lo que tuviese que ver con libros, lectura y escritura era de suma importancia para la existencia humana. Y mi padre era un versificador que amaba las palabras, que improvisaba y contrapunteaba en prolongados duelos musicales. Viéndolo desde el aquí y este ahora, puedo sentirme una verdadera privilegiada, pues recibí una riqueza inmaterial que me fue dada sin que mediasen bienes de fortuna, porque mi padre era obrero y mi madre ama de casa.
En aquellos años de mi adolescencia que coincidieron con los duros inicios de la democracia también se produjo una irrupción de la industria editorial, más de la pública que de la privada. Lo que llegó a sentirse en un pueblo del sur profundo como Upata, alejado de los centros poblados del país donde se concentraba la modernidad, las tendencias y hasta las universidades, generadoras y receptoras del conocimiento.
Como consecuencia las 5 grandes universidades -UCV, ULA, UC, LUZ y UDO- desarrollaron intensas políticas editoriales, con una producción de libros que no tenía competencia. También el Ministerio de Educación y las academias de la historia y de la lengua tuvieron una feraz producción editorial. Y algo llegaba a los más apartados pueblos de una Venezuela rural, que luchaba por ver la luz de la civilidad.
Para la educación -desde el preescolar hasta la universitaria- los libros eran y siguen siendo esenciales. Ningún docente llegaba al encuentro con sus alumnos sin sus libros, que eran su seguridad y su fuente de conocimiento. Aquí permítanme recordar al gran Francis Bacon (1561-1626) quien dejó para la posteridad una reflexión que no ha perdido vigencia. Dijo Bacon: “Los libros recogen el conocimiento y el ingenio del hombre y lo salvan de lo inexorable del tiempo, al ser capaces de una renovación perpetua, porque sus semillas arraigan en las mentes de otros, provocando y desencadenando infinitas acciones y opiniones en épocas sucesivas. Los barcos como los libros navegan por los vastos mares del tiempo, haciendo que épocas distantes participen de la sabiduría, iluminaciones e inventos de otras épocas”.
Porque los libros son sabiduría, inteligencia, erudición, ilustración, ciencia, crítica, teoría, doctrina y muchos desvelan secretos en todas áreas del conocimiento. Son también el continente de ideas, ficción, mitos, fábulas, ensueños, quimeras, utopías, ilusiones y hasta de los más excéntricos delirios. Cómo serán de importante los libros, que uno de los premios más relevantes de la Academia sueca es el Nobel de Literatura, que se concede por la calidad y cantidad de los libros publicados por un escritor. Y en cualquier país del planeta existen galardones, que reconocen el esfuerzo y el talento de quienes tienen al libro como el producto más excelso de la inteligencia humana.
En las distancias cortas los libros son minas de placer. Y lo son desde que los vemos en una vitrina con sus portadas coloridas, que nos invitan para que los tomemos en nuestras manos, los acariciemos, los abramos y sintamos la suavidad de sus páginas, con la promesa de su contenido. Olerlos también es un deleite que combina la tinta y el papel, y que irrumpe en nuestra imaginación como un pequeño tornado de recuerdos y corazonadas. La audición se activa cuando empieza la lectura, y esa polifonía de voces activa las sinapsis en nuestro cerebro.
Agridulces
Récords del socialcomunismo vernáculo: los venezolanos somos los más infelices con la más alta inflación en todo el planeta, y con una diáspora hambrienta de casi 9 millones de excluidos.