El martes 23 de abril celebramos el Día del Idioma y del Libro, instituido para homenajear a Miguel de Cervantes, autor de Don Quijote de la Mancha. Es una fecha que nos impulsa a reflexionar en torno a la lengua que tendió un puente infinito e indestructible entre dos continentes. Esa que congrega una comunidad hispanoparlante que supera los 600 millones de personas. Cifra que es sólo un indicador de la importancia del español, defendido y atesorado por quienes saben que es patrimonio fundamental de su espiritualidad, nacionalidad, sensibilidad y de una cultura que nos hermana como continente y nos hace parte de la civilización occidental.
A pesar de la relevancia del idioma español -en el que Cervantes escribió uno de los libros fundamentales en la historia de la humanidad- advertimos que nuestra lengua no es valorada por la mayoría de sus hablantes. Me temo que a esto ha contribuido el que se haya masificado -desde el prescolar hasta la universidad- que la lengua es sólo un instrumento de comunicación. Bueno, un instrumento es algo accesorio, exterior, una herramienta, un aparato. Es algo que uso si lo necesito. No es imprescindible, vital, esencial como lo es la lengua. La que dice que estamos vivos, porque al morir se extingue ese hálito, ese soplo divino que materializa la palabra a través de la voz.
Después de transitar la educación y ser ideologizados con tan mezquinos conocimientos en torno a la lengua, concluyo que resulta difícil modificar aquellos asertos que nos inoculan desde el aula. Hace falta voluntad y esfuerzo para modificar esos aprendizajes que oscurecen nuestras vidas. La única manera de alcanzar la luz de las palabras es hurgar en ellas mismas: acercarse, voltearlas, tocarlas, amarlas y valorarlas como máxima expresión de la inefable condición humana. Son nuestro patrimonio exclusivo. Nos dan fisonomía y nos sitúan como privilegiados en este planeta.
Para equilibrar las cargas es menester referirse al papel que tiene la familia en ese complejísimo proceso -tan lento además- que significa apropiarse de la lengua. Porque no es la escuela la única responsable de los problemas que confrontamos con relación al idioma. La familia está en primer lugar, pues los niños tienen en sus padres al modelo que imitan, indefectiblemente.
Si la familia desdeña, subestima, maltrata e irrespeta las palabras es difícil que los hijos asuman una conducta distinta. Con demasiada frecuencia vemos como muchos adultos se llenan la boca con sus muy discutibles logros, al destacar como un éxito el hecho de haber pasado por la escuela e incluso la universidad sin haber leído un libro completo. Por supuesto, que como escribir es todavía más difícil, es fácil inferir que tampoco lo saben hacer.
Lo cierto es que gran parte del fracaso en nuestras vidas tiene que ver con nuestra incapacidad para expresarnos adecuadamente. Porque el habla no es una simple emisión de sonidos, sino que al hacerlo nos desnudamos al mostrar nuestras potencialidades, pero sobre todo las limitaciones. Porque lo de la lengua no es una simplicidad sónica. Ella, como dejó dicho Freddy Castillo Castellanos “es una casa que habitamos y es un alma que nos habita. Una morada que nos pertenece y a la que pertenecemos. Formamos por ella y en ella una comunidad”.
La lengua no puede ser vista jamás como un instrumento. Es esencia vital. Al ser así debemos descartar esa noción-visión instrumental que ha envenenado nuestra relación con la lengua. Es necesario que vayamos a su encuentro desprovistos de prejuicios, para empezar a quererla por lo que es y no por lo que pueda servirnos.
Ir a su encuentro para reconocerla y luego saborearla como el más exquisito fruto del ingenio humano: es lo que se impone para propiciar una relación de amor entre la palabra y nosotros. Es algo que sólo puede lograrse mediante una constante relación con la palabra esencial, vale decir la poesía, la literatura en general, la filosofía. Esa que mantiene vivos a Miguel de Cervantes, a Tirso de Molina, Quevedo, Andrés Bello, Gabriela Mistral, Cortázar, Octavio Paz, Ramos Sucre, Neruda, García Márquez, Cabrera Infante.
Para finalizar recurro a la sabiduría de Carlos Fuentes. Dijo él que “Cervantes y Don Quijote son la constante advertencia de que el lenguaje es cimiento de la cultura, puerta de la experiencia, recámara del amor y, sobre todo, ventana abierta al aire de la duda, la incertidumbre y el cuestionamiento. Don Quijote de la Mancha es una novela próxima a todos los tiempos… que nos enseña a pasar del milagro al misterio con escala indefinida en el asombro”.
Agridulces
Que Petro se encuentre afinando una propuesta democrática para Venezuela, significa que reconoce que nuestro país está dominado por una tiranía. ¿Habrá sido un lapsus linguae o un brote irrefrenable de etílica sinceridad?