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El escritor como personaje

Hay quienes explican esta presencia de protagonistas escritores como resultado de ciertos avatares sociales y económicos ocurridos en el ochocientos. Ya no existe el mecenas que solicita obras por encargo, trabajo que permitía a los creadores la subsistencia económica; ahora deben luchar por ganar la atención de un público masivo y anónimo que compra libros, revistas y periódicos.

@diegorojasajmad

A veces sucede que el escritor abandona el palco de director que todo lo controla, que todo lo ve y que todo lo sabe y se sube al escenario a protagonizar las alegrías y sinsabores de su propia existencia. En esos casos el autor emplea la figura del escritor para reflexionar acerca de las angustias y los desencuentros de una actividad creativa que pareciera no encajar en los dilemas de la vida cotidiana. Aunque pudieran rastrearse ejemplos mucho más antiguos, no será sino a mediados del siglo XIX cuando con mayor énfasis y frecuencia encontremos este tipo de obras.

Hay quienes explican esta presencia de protagonistas escritores como resultado de ciertos avatares sociales y económicos ocurridos en el ochocientos. Ya no existe el mecenas que solicita obras por encargo, trabajo que permitía a los creadores la subsistencia económica; ahora deben luchar por ganar la atención de un público masivo y anónimo que compra libros, revistas y periódicos. Por si fuera poco, deben escribir desde otros registros: los avances en las técnicas de impresión y los nuevos formatos exigían una escritura amena, rápida, breve y con temas que fuesen más atractivos para las ventas. Estos escritores del desasosiego, embebidos en la lucha por las condiciones de la creación, se sienten extraños en un mundo de comercio y productividad. Para decirlo con Baudelaire, los escritores se saben albatros, príncipes en el aire, pero torpes y vergonzosos en el suelo.

Estos cambios sociohistóricos del siglo XIX reclamaban a los escritores nuevas prácticas y eso hizo propicio el surgimiento y consolidación de la representación del escritor como leitmotiv para la literatura de la época. En Rojo y Negro (1830), de Stendhal (1783-1842), el personaje Julien Sorel, amante de los libros, debe vivir constantemente desde la hipocresía para ser aceptado por los otros. En Las ilusiones perdidas (1839), de Balzac (1799-1850), Lucien Chardon de Rubempré decide trasladarse a la capital para hacerse de la fama como escritor y choca contra la ambición y la envidia del mundo editorial, terminando por convertirse en lo que detestaba: un periodista derrotado y sin escrúpulos. En Escenas de la vida bohemia (1845), de Henri Murger (1822-1861), de la cual Giacomo Puccini (1858-1924) hizo una versión operística, se describe con detalle humorístico y trágico la miserable vida de los escritores y artistas mediocres del Barrio Latino de la Francia decimonónica. Así, el escritor como protagonista de la representación en la literatura del siglo XIX se convirtió en sujeto recurrente que exhibía los desencuentros y angustias que la nueva realidad ponía ante sí.

La Venezuela del siglo XIX fue también escenario de esas transformaciones que exigían nuevas prácticas y nuevas representaciones para el escritor. El tema se hace más explícito en las novelas Julián (Bosquejo de un temperamento) (1888), ¿Idilio? (1892) y Pasiones (1895), todas de José Gil Fortoul (1861-1943), en las que se ahonda en la psiquis de los creadores y sus actitudes y respuestas ante las demandas de la sociedad. ¿Cómo obviar en este recuento a Alberto Soria, el protagonista de Ídolos rotos (1901), la novela de Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927) en la que el artista-intelectual Soria sufre por la barbarie de su país? Este tema del escritor y su lugar en el mundo serán luego presencia recurrente en la literatura venezolana del siglo XX. Novelas como Al sur del equanil (1963) de Renato Rodríguez, Los platos del diablo (1985) de Eduardo Liendo, La expulsión del Paraíso (1997) de Ricardo Azuaje, Lluvia (2002) de Victoria de Stefano, Cadáver exquisito (2010) de Norberto José Olivar, entre muchas otras, constituyen una tradición en la representación del escritor que bien vale la pena indagar.

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Un caso para Hércules Poirot. La escritora inglesa Agatha Christie (1890-1976), mundialmente famosa por sus novelas de detectives, fue ella misma protagonista de un extraño caso policial. El 6 de diciembre de 1926 fue encontrado su vehículo abandonado con sus documentos personales. Nada se sabía del paradero de la escritora, por lo cual la policía organizó un operativo con más de mil efectivos y quince mil voluntarios. La desaparición dio pie para sospechar del esposo, el coronel Archibald Christie, quien meses atrás había confesado a su esposa el amor por la señora Nancy Neele, su amante. La noticia de la extraña desaparición dio la vuelta al mundo. Once días estuvo desaparecida hasta que fue vista por casualidad en un hotel a las afueras de la ciudad. La escritora declaró que había sufrido un accidente y había perdido la memoria. La policía anunció a la prensa que la señora Christie se había registrado en el hotel con el nombre de Nancy Neele. Hay quienes piensan que todo fue un ardid de la mente brillante de Agatha Christie para que el mundo se enterara de la infidelidad de su marido. Al día de hoy nadie conoce los verdaderos motivos de este caso.

Bibliografía de libros que no pudieron ser. Santiago Key Ayala (1874-1959) se propuso en cierta ocasión listar aquellos libros de escritores venezolanos que desparecieron por causa de algún fortuito accidente o quedaron solo en proyecto, alojados por siempre en las mentes de sus autores. En Cateos de bibliografía, publicado 1940, Key Ayala se dedica a hacer un recuento extraordinario y ameno acerca de “libros míticos, quiméricos, nonatos, malogrados y ajusticiados”, como anuncia en el subtítulo, y que bien vale la pena revisar para esa otra historia de nuestra literatura.

Hablar y decir. “Una persona que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho pero dirá siempre pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo y deficiente de vocablos para expresarse. No es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque las ideas, los conceptos, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de las palabras a través de los cuales los reconoce y define la conciencia. Se aprende a hablar con corrección, profundidad, rigor y sutileza gracias a la buena literatura, y sólo gracias a ella”. Mario Vargas Llosa, 2002.

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