Alguna vez leí que arte es cualquier forma de expresión del hombre para transmitir un sentimiento. Y me quedé con ese concepto porque rebasa cualquier otro que pueda proponer alguna institución formal y que, además, pueda resultar aséptico.
Cuando leí El retrato de Dorian Gray me acerqué un poco a nuevas definiciones. Ya que una pintura y una creación artística, según Oscar Wilde, te pueden robar el alma. Porque hasta la perfección y la belleza son peligrosas. La idea que más llamó mi atención de esta historia fue: “Toda forma de arte es inútil”. Blasfemia. Eso fue lo primero que pensé cuando lo leí y me di mis tiempos para entenderlo, en vista de que algo tan crudo no podía sino tener un trasfondo precioso viniendo de esa pluma tan sensible.
Semánticamente, algo “útil” es algo que nos sirve para un fin. Un carro es útil porque nos lleva a un lugar; una casa es útil porque vivimos en ella. El arte no nos sirve para un fin. El arte no es un medio: es el fin. Es el dolor, el placer, el gozo. Todo sentimiento posible en una pieza, cuadro, texto. El arte engloba la infinidad del universo y lo más hermoso que, desde mi perspectiva, esconde el mundo: las ideas. Las ideas que son libres, poderosas, interminables y fuertes. Nos hacen perder la razón y el sentido. Quien tiene un ideal se vuelve fuerte, infinito. Hasta se siente invencible dentro de los límites de ese pensamiento. Las ideas forjan civilizaciones, dan vida, crean universos y transforman realidades. El arte es “inútil” porque no nos sirve para hacernos de algo, el arte no tiene más utilidad que ser disfrutado. No lo usamos para algo, el arte no tiene moralidad, no tiene utilidad, no debería tener sesgos. El arte solo es libre y disfrutable. Después de muchas reseñas, leer varios análisis… creo que a eso se refería Wilde. Pero no concuerdo con él, porque sentir también es útil. Las ideas también son útiles y nos han llevado a la democracia, a la libertad y al pensamiento crítico que son de los logros más valiosos de la humanidad. En contraposición a este irlandés que admiro mucho, yo creo que toda forma de arte es una idea y, sin temor a equivocarme, creo que toda idea es útil.
Pero es difícil conocer el arte en sitios que tienen mucho de él pero no lo han descubierto: Venezuela, por ejemplo. Hay arte en cada rincón, pero a veces parece que nuestras crisis lo disipan. El arte puede salvarnos con su belleza o disiparse en medio de la convergencia. Libros, literatura… esa es la forma de arte que más me llena y en la que más me encuentro. En la literatura y en escribir puedo encontrarme a mí misma e incluso a versiones de mí que no escucho tan seguidamente. Como este es mi contexto, mi acercamiento al arte fue aquí, en Guayana. Donde están muchas obras artísticas de la naturaleza y del hombre a las que a veces les damos un vistazo con la visita a algún familiar que quizás nos recuerde lo hermoso que es lo que nosotros ya vemos con cotidianidad. Me acerqué a mi arte favorito cuando me obsesioné por los libros de cuentos en mi niñez. Y de ahí no paré de leer. Me gustaba garabatear y escribir historias pequeñas en lugar de dibujar. Y a veces creo que sigo garabateando, pero ahora son columnas. Claro, ahora mis garabatos cuentan historias y aprecian a los grandes autores modernos. No tenían esa misma gracia en mi infancia.
Empecé a escribir formalmente por un trabajo de Literatura y Comunicación: una materia de la universidad. Leí Ifigenia, de Teresa de la Parra. Mi feminismo se sintió exacerbado. Y me sentí muy María Eugenia. Me vi dibujada en sus convicciones libres que habitaban la jaula de la incomprensión y el machismo de 1921. Es el personaje con el que más me he identificado en mi vida como lectora. Incluso cuando se rindió, la sentí fuerte. María Eugenia Alonso me inspiró de manera vehemente. Su idiosincrasia, sus ademanes y su desdén que se sitúan en una Venezuela tan displicente y aburrida. Poco merecedora de un espíritu tan apasionado como el de la protagonista. Esas calles tan poco interesantes, esa ciudad supeditada a un dictador y un árbol de naranjos fueron los contextos que usó Teresa de la Parra para contar un relato magistral: así son las obras artísticas. Rescatan la intencionalidad de los contextos más crueles, de los más aburridos, de las realidades más mefistofélicas: no toda obra maestra plasma algo hermoso. La belleza y la bondad no son los únicos sentimientos existentes y, además de ello, pueden ser bastante predecibles.
El arte no solo está en los museos, en las catedrales o en las grandes esculturas. No solo se encuentra arte en las revistas. La cultura de masas nos ha preconcebido una idea de lo que debe responder al sustantivo arte. Pero en grandes libros he encontrado la gloria del texto en un pequeño diálogo. En un pequeño párrafo que parece insignificante y engloba la grandeza del autor. He encontrado magnificencia en la descripción de un personaje poco relevante y aburrimiento en el clímax de la historia. ¿Qué sentido tiene tomar una foto de lo que todos ya han visto? De ese paisaje del que ya hay miles de postales: el reto de un artista debería ser encontrar arte en eso que produce desidia. Narrar exquisitamente la historia más anodina. He visto fotografías sublimes en lugares que no me parecían dignos de un recorrido. Eso solo lo hacen los artistas.
Así es el arte. Incluso en las condiciones más paupérrimas siempre hay forma de expresarlo. Y cuando no la haya, hasta en servilletas se puede escribir y pintar. No es el medio, es el fin. No dejen morir sus ideas, no dejen morir lo más valioso que tienen que es su criterio y sus opiniones: todas son valiosas. Todas son libres. Todas son importantes. Y todas están deseosas de ver la luz.