Entre la poesía y la filosofía ha existido -desde siempre- un invisible y poderoso vaso comunicante, un fino hilo dorado que las hermana en la búsqueda de un fin común: nombrar a la realidad e intentar develar sus secretos.
Así como ocurre con el filósofo, el poeta intuye que detrás de la apariencia que dibujan los sentidos -y que nosotros llamamos realidad- se encuentra una verdad última a la cual se accede por medio de la tensión y expansión de los límites de nuestro lenguaje. Por esa razón “poetizar” y “filosofar” podrían considerarse sinónimos, como dos formas distintas de nombrar una misma labor.
Algo similar había dicho el pensador alemán Martin Heidegger en su conocida conferencia pronunciada en 1936 y que lleva por título Hölderlin y la esencia de la poesía:
“Por poesía estamos ahora, con todo, entendiendo ese nombrar fundador de Dioses y fundador también de la esencia de las cosas”.
A veces sucede que el poeta decide dar a sus versos un mayor énfasis en esa tarea de fundación, indagando en los intrincados laberintos del ser y el hacer por medio de la subjetividad y la belleza (desde una “razón poética”, como la nombró María Zambrano), y cuando eso ocurre estamos ante la llamada “poesía filosófica”.
Desde Jenófanes, Parménides, Heráclito, Lucrecio, Dante, Johne Donne, William Blake, Goethe, Nezahualcóyotl, o el amplio conjunto de la poesía oriental, ese íntimo matrimonio entre el cielo y el infierno, entre la razón y la sinrazón, entre la belleza y la duda, ha sido una actividad constante que ha alumbrado el camino hacia la verdad y el autoconocimiento.
Leo El árbol del confín del venezolano Luis Gerardo Mármol-Bosch (1966), editado por LP5 en el 2022, como parte de esa tradición de la poesía filosófica.
Varios elementos presentes en el poemario de Mármol-Bosch me ayudan a sostener esta afirmación. Uno de ellos es la persistente interrogación, las continuas preguntas que se encuentran en casi todas las páginas del libro: “¿A qué huele la piel de las ninfas?” (pág. 24), “-¿Saben los niños qué es la melancolía?” (pág. 26), “¿Quién distingue el presente del instante?” (pág. 40).
Este constante interrogatorio, que a ratos evoca la figura de un niño preguntón, asombrado ante las cosas del mundo, me hace recordar la afirmación hecha por Manuel García Morente en sus Lecciones preliminares de filosofía:
“Es absolutamente indispensable que el aspirante a filósofo se haga bien cargo de llevar a su estado una disposición infantil. El que quiere ser filósofo necesitará puerilizarse, infantilizarse, hacerse como el niño pequeño”.
El filósofo y el poeta -ambos, ya lo sabemos- son entonces los eternos fisgones que ven las cosas como si las estuviesen viendo por vez primera. Un poeta filósofo es como un niño que va impulsado por la curiosidad, siempre con miles de preguntas en los labios.
Quizás por esta razón no sea una casualidad que la misma voz poética de El árbol del confín se nos presente como un infante asombrado, que mira sin juzgar:
“Soy un niño y no hago sino cantar canciones” (página 46).
Pero la sola duda o asombro no bastan para alcanzar la poesía filosófica. Además, Luis Gerardo Mármol-Bosch ha sabido demostrar, con este y con trabajos anteriores, un profundo conocimiento de las culturas y sabidurías orientales. De esta manera, sus dudas están alimentadas por esa larga tradición, y las referencias al Corán, a Omar Khayyam, a Basho y al haiku, argumentadas en notas explicativas, así lo confirman. Sin embargo, este no es un conocimiento muerto, de enciclopedia de curiosidades, pues el autor logra insuflarles vida al emplear aquellas ideas milenarias en el intento por comprender nuestro contexto y nuestro tiempo. Por eso Elorza o Naiguatá se nos muestran como algunos de los escenarios del poemario, vistos desde esa perspectiva y decir del saber oriental.
Precisamente en esas notas explicativas -hechas a la manera de los comentarios que San Juan de la Cruz hizo a su propia poesía- Mármol-Bosch nos ofrece pistas que nos llevan al sentido y origen del título de la obra y del poemario todo.
Nos dice Mármol-Bosch que ese “árbol del confín” del título hace referencia al azufaifo, el árbol donde Mahoma experimentó su encuentro espiritual con Alá. Según la tradición, es el árbol místico que marca el límite entre el mundo terrenal y el paraíso, árbol al cual pocos seres tienen la posibilidad de acercarse. Pero ¿qué relación podría existir entre el azufaifo del islamismo y este poemario de Mármol-Bosch? ¿Cuáles correspondencias se hallan entre aquel árbol-símbolo y este libro? Se nos ocurre que ese árbol del confín, aquel ser vegetal en cuyas hojas están escritas los destinos de cada ser humano, hito de frontera, límite de lo posible y lo imposible, de lo conocido y lo desconocido, adopta aquí en estas páginas la forma de un poemario filosófico que nos indica el horizonte hacia la verdad y el autoconocimiento.
Es entonces este un libro-árbol, un azufaifo verbal, páginas que indagan sobre nuestra existencia y que nos señalan el camino de nuestro viaje nocturno hacia el encuentro con la belleza y lo divino.
Y este libro-árbol solo pudo ser posible a través de las manos, los ojos y la lengua de un poeta, que es lo mismo que decir filósofo o niño…