a María Eugenia Díaz, por su lección
Insistimos: Una de las funciones ineludibles de la escuela es enseñar los hábitos éticos, sociales y espirituales de la democracia. Eso la obliga a ser una institución asentada en la justicia y el bien común. En ella, la infancia y adolescencia debe beber los deberes y derechos que educan y construyen ciudadanías. Esto se pierde de vista, se descuida, porque se dan por sentado, porque se considera una obviedad. Y no lo es. Al contrario, es un proceso de alta complejidad socioantropológica y pedagógicoeducativa. Obliga al maestro y la maestra a pensar, actuar como ciudadanos; los obliga, no a simularlo, sino a serlo. La vida de la escuela no es un simulacro, un fingimiento, una prueba de ensayo. No. Allí es donde aprendemos a amar u odiar la vida; donde aprendemos que la vida democrática es uno de los bienes inmateriales de la humanidad; donde aprendemos, para siempre, a diferenciar los altos cimientos éticos y los bajos territorios de las tiranías que oprimen y asfixian las posibilidades de la dignidad.
La escuela es un pacto, legal y legítimo, entre los ciudadanos. La escuela debe imponer la autoridad, los hábitos, valores y virtudes de toda cultura democrática. Suena pedante, pero educarse es aceptación y renuncia. Vivir en democracia es aceptar obligaciones y renunciar a deseos individualistas y egoístas. Allí comienza la simiente de los derechos. La familia acepta y garantiza el compromiso pedagógico y educativo de ese pacto. Un pacto centrado en el conocimiento, la convivencia y la singularidad personal. Un pacto donde el saber y la ignorancia dialogan y eligen distanciarse de la precariedad. Un acuerdo donde la familia fortalece lo que la escuela enseña.
La familia tiene la obligación de nutrir, fortalecer, sostener y celebrar a la escuela. Debe atender su autoridad. No es el lugar de los individualismos, de los ciegos intereses personales; no es la casa de los caprichos y las arbitrariedades. Es la institución donde se informan los criterios y principios de la democracia, esa forma de gobierno que, hasta ahora, vela y garantiza la voz y el silencio de la dignidad humana. La confianza en la responsabilidad y autoridad de la escuela garantiza su mejora y desarrollo permanentes. Padres y/o madres deben aceptar esta realidad. Su labor no es cuestionar el acervo pedagógico, curricular y evaluativo; no es cuestionar la autoridad del maestro o la maestra; no es atribuir a hijas o hijos el falso derecho a violentar el pacto medular de la sociedad: Uno/a se compromete a enseñar y el otro/a aprender. Es simple y claro. Así aprendemos a vivir en sociedad, comunidad, familia. La democracia exige ciudadanos comprometidos con la vida y permanencia de sus instituciones. Y esto obliga a atribuirle autoridades. Atribución que debemos aprender a legitimar, legalizar, defender y sostener. Y esa defensa pasa por su adecuación incesante a las realidades que dictan el tiempo, el diálogo y las altas aspiraciones que la escuela y la familia, gracias a su pacto renovable, van haciendo que sean reales y celebrables.