Para que la conjunción educación y democracia sea real y verdadera debemos creer en ambas. Una sociedad que no tiene esperanzas en la educación, tampoco las tiene en la vida que garantizan los paisajes democráticos. Una sociedad que descuida las finalidades de la educación, también renuncia a los principios políticos de la democracia. Nadie, en su sano juicio, apuesta por una tarea educativa cuyo epicentro sea el sometimiento a los poderes de los gobiernos dictatoriales, fascista o totalitarios. Nos educamos para ser personas civilizadas, no bárbaras.
El tiempo y el contexto nos obligan a rescatar la fe en las potencias éticas, sociales y espirituales de la educación. La realidad nos grita y pide atención, reflexiones, discusiones y debates profundos sobre la educación y el ciudadano que queremos. Son fuente de parálisis las quejas sobre lo disfuncional y desactualizada que están las escuelas. No hablemos de la familia y su labor educativa. Debemos volver a convencernos de que la fuente principal de los cambios y mejoras de la vida provienen de la educación; que todo origen comunitario y personal descansa en ella. Es necesario construir lo que necesitamos; eso no viene de la nada, ni cae del cielo; ese acontecimiento ocurrirá gracias al esfuerzo mancomunado, consensuado, dialogado y debatido. Creer es una acción, no un deseo.
Lo que va del siglo XXI nos ha ido diciendo que si no nos detenemos y revisamos lo que ha producido nuestra contención social: laboriosidad, convivencia, libertad razonable, igualdad, equidad, respeto, justicia, compasión, y lo revalorizamos y contextualizamos, perderemos las columnas que nos han garantizado la paz y la buena vida. Debemos restituir a las escuelas la fe, la credibilidad, el reconocimiento y la celebración que siempre le tuvimos y le dimos. Erradicar el descuido educado con el que la vivimos y le exigimos lo de antaño.
Hoy son cuatro los lugares de mayor impacto en la educación de la persona, cuatro fuentes ineludibles, por reales, que forjan el carácter humano: Escuela, redes sociales, IA y las instituciones políticas. Las únicas que se actualizan diariamente son la segunda y la tercera, ya para bien, ya para mal. Las otras son defensoras radicales del anacronismo y lo disfuncional. Acusan todas las enfermedades del ojo y el oído. Están enclavadas, enraizadas en el pasado muerto, que no en el vivo, en el que lega lo permanente y lo renovable.
¿Cuáles son las finalidades de la educación actual? ¿Cuáles son las finalidades de la democracia actual? Son interrogantes que nos invitan y desafían. Ameritan encuentros y desencuentros críticos y constructivos. Deberían ser nuestra emergencia. Peligran, si no le damos respuestas, los derechos humanos que forjan, desarrollan y salvaguardan la dignidad humana. La escuela debe continuar enseñando lo que la constituye y permite. El conocimiento inútil, vacío de tiempo y realidad, deforma y atrofia la imaginación, el sentido común, el ejercicio de la justicia, la defensa de la libertad, la autoridad legítima y legal, las lecciones de la historia, las obligaciones de la instituciones, el milagro del arte y el silencio que todo lo propicia. Es insuficiente seguir enseñando algo sin saber para qué. La cultura del cómo no sirve de nada, si está vacía de finalidades. ¿Para qué enseñamos? es la pregunta agónica de la esperanza. Exige muchas respuestas, muchos caminos por hacer y recorrer; muchos por deshacer, rehacer y desandar. Debemos cambiarnos los ojos y los oídos. Debemos alimentarnos de otros verbos y sustantivos. Están afuera, esperándonos.