El “deseo de aparentar ser”
Theodor Adorno
En la cita pasada, hablábamos de lo inoperante de lo accesorio y de la dignidad de la sencillez, de esa economía de medios para cualquier expresión, sobre todo en el plano de la creación artística. Claramente podíamos concluir que, a pesar de lo nimio y sencillo, no procuraba un acceso directo a su entendimiento. Lo simple no es necesariamente entendible a simple vista. Posiblemente eso nos ha llevado a recargar ciertas apariencias, como buscando formas y detalles que nos ayuden a construir una lectura de la apariencia que nos permita ir dilucidando los sentidos en el tiempo invertido. No es fácil asumir la sencillez, pareciera que no estamos representado o no advertimos quiénes somos y qué poseemos a la hora de mostrarnos. Por eso, recargamos las apariencias y las presentaciones. A mayor cantidad de detalles y factores, más rico es el producto.
Cuando pretendemos conjugar muchos elementos a la vez, es casi irremediable que desemboquemos en el caos y en el desorden. Atiborramos el espacio, distraemos la vista, pretendemos alargar el tiempo, evadir la respuesta directa. Ese mecanismo ha tenido gran protagonismo en la historia del arte, así la teatralidad y el horror vacui, se convirtieron en las principales herramientas de muchos estilos que alcanzaron el nivel de una consideración clásica, como es el caso del barroco. Tema que deberemos plantear en algún momento, al igual que lo referente o lo que definimos como clásico, pero eso será para una próxima oportunidad. Para esta ocasión, nos introducimos en el recurrente deseo de aparentar, del maquillaje que usamos para presentarnos. La necesidad de mejorar la apariencia y de recargar las imágenes. Lo vemos en el acicalamiento personal, en la arquitectura y por supuesto en el arte.
Esa actitud en el arte fue ampliamente definida y discutida y se conceptualizó con algunos términos, entre los cuales el que nos convoca en este aparte. Hablamos del Kitsch. Existen corrientes estéticas que definen lo kitsch precisamente por el ‘deseo de aparentar’, algo que bien podríamos relacionar con la definición de clase propuesta por Karl Marx. El “deseo de aparentar ser”, en este sentido, es el que revisaremos, asintiendo que todas las imitaciones y copias son manifestaciones de lo kitsch, debido al empleo en este tipo de obras, de materiales no genuinos, sucedáneos o impropios. El kitsch (en español se pronuncia: kich) es un estilo artístico considerado ‘cursi’ o ‘trillado’ y, en definitiva vulgar aunque pretencioso y por tanto nada sencillo ni clásico, sino de mal gusto y pueril o contraproducente.
En el campo de la estética, fue definido, en la década de los años 30 por Hermann Broch (1886-1951), Walter Benjamin (1892-1940), Theodor Adorno (1903-1969) y Clement Greenberg (1909-1994), con el propósito de definir lo opuesto al arte de Vanguardia o avant-garde. En aquel entonces el mundo del arte divisaba la popularidad alcanzada por lo kitsch como un riesgo para la cultura. Más tarde fue determinado sobre todo en Alemania, hacia los años setenta, como el concepto que definiría todo un estilo y una vía de expresión contemporánea. Este término delimita al arte que es considerado como una copia inferior de un estilo histórico. También se utiliza la voz kitsch en un sentido más libre para referirse a cualquier arte que es pretencioso, pasado de moda o de muy mal gusto.
A pesar de lo incierto de su etimología, está ampliamente aceptado que la palabra tuvo su origen en las manifestaciones artísticas de la ciudad de Múnich (Alemania) entre las décadas de los años 60 y 70 del siglo XIX, para referir a los dibujos y bocetos baratos o cómodamente comercializables. Por otra parte, se consideraba que solicitaba a un gusto vulgar de la nueva y adinerada burguesía de Múnich que cavilaba, como muchos nuevos ricos, que había alcanzado el estatus que tanto envidiaban de las élites plagiando las características más incuestionables de sus hábitos culturales.
Por estas razones, entre otras, lo kitsch abordó el significado como un objeto estético de factura deficiente, y llegó a encarnar más la identificación del consumidor con un nuevo estatus social que una respuesta estética genuina. Desde sus inicios fue considerado estéticamente empobrecido y moralmente dudoso, comercializado frecuentemente con la finalidad principal de aportar un estatus social. También termina aludiendo a un tipo de relación inciertamente estética del ser humano con las cosas o con el ambiente. Es un concepto universal y corresponde sobre todo a una época de génesis ornamental y a un estilo de ausencia de cualidad, a una función de confort sobreañadida a las funciones tradicionales de un objeto. Muy contrario al minimalismo, es un nada está de más nada sobra. Una muy sui generis interpretación del progreso.
La definición más clásica es la que lo expone como una imitación estilística de formas de un pasado histórico prestigioso o de formas y productos característicos de la alta cultura moderna, ya socialmente aprobados y estéticamente agotados.
Por supuesto que siempre hay un espacio para que se suscite un permanente debate sobre el uso del término y la forma de precisar las obras que responden a la intención estética de su creador. Frecuentemente, la definición de una pieza como kitsch implica un oculto desprecio y la pretensión de distarlo del “arte culto”, por lo que las piezas realizadas en materiales baratos que imiten otros más caros, normalmente ostentosas, son consideradas kitsch, al margen de que el autor tenga o no la intención de aparentar una pieza más costosa para que quien la ostente se destaque como de un nivel superior.
En ese sentido, el arte académico decimonónico se ve a menudo como kitsch, aunque esta visión está siendo atacada por la crítica más actual. También se podrían citar ciertas teorías que proponen la génesis del kitsch dentro del Romanticismo, ya que se ha considerado que permitió desarrollar el gusto del kitsch, acentuando la necesidad del trabajo de arte expresivo y evocador. El arte académico, que continuó esta tradición romántica, conservaría más razones para establecer vinculaciones estilísticas y conceptuales con el kitsch. El arte académico del siglo XIX, perseveró en una tradición afincada en la experiencia estética e intelectual que lo había amparado.
Las calidades intelectuales y estéticas del trabajo estaban indisputablemente establecidas. Los buenos ejemplos del arte académico incluso fueron admirados, estudiados y revisados por los artistas del avant garde quienes se podrían rebelar contra él, pero en la mayoría de los casos, debieron sus prestigio y estabilidad a su audaz lealtad. Había una cierta crítica, sin embargo, que declaraba que el arte se volvía “demasiado fastuoso” y democrático, y esto lo hacía ver demasiado fácil y superficial. En aquella época, el mundo del arte percibía la popularidad de lo kitsch como un peligro para la cultura occidental establecida. Se multiplicaron los argumentos que apelaban a una definición implícita del kitsch como una falsa conciencia, un término perteneciente o consecuencia de la teoría marxista, inevitable volverla a citar, ya que este simboliza una actitud mental concerniente a las estructuras del capitalismo, vista como desacertada en cuanto a sus propios deseos y necesidades. Precisamente esa requerida democratización del arte y su inadecuada socialización procuró que muchos artistas académicos intentaron utilizar temas del arte popular para ennoblecerlos como artísticos, sometiéndolos al interés por las calidades inherentes de la forma y de la belleza, intentando así la pretendida democratización del mundo del arte.
Los fines de la democratización surtieron su éxito, y la sociedad fue inundada con el arte académico, el público armaba largas filas para ver exposiciones de arte, algo particularmente novedoso para la época. La instrucción en arte llegó a ser amplia, al igual que la práctica, lo que hizo difusa la línea entre arte popular y arte elitista. Esto condujo a menudo a que trabajos de arte mal hechos o mal concebidos fueran aceptados como obras artísticas. El riesgo que seguimos teniendo mientras nos controlen desde pretensiones sociales populistas, con el falso discurso de la igualdad. Fue de esta manera que propuestas de la más radical posición capitalista como el arte pop intentara incorporar imágenes de la cultura popular y el kitsch; los artistas pudieron mantener su legitimidad diciendo que “citaban” las imágenes para elaborar elevados conceptos estéticos. Habitualmente, la apropiación de estas imágenes era de manera sarcástica.
Sin embargo, esto no evitó que todas las imitaciones y copias sean consideradas como kitsch, especialmente cuando se usan materiales que pretenden ser otros, por ejemplo; cuando se utiliza plástico que imita el oro, siempre y cuando estén pensadas para que su poseedor aparente ser de una clase social, económica o cultural “superior” a la que realmente pertenece.
No en vano, toda esta reflexión que pretendidamente apuesta por un estatus intelectual, inunde como es factible nuestra cotidianidad, y abra el debate sobre manifestaciones, habitualmente populares, que reproducen estos patrones estéticos pero sin la intención de aparentar, sino más bien la de celebrar de forma colorida, que traduce la alegría producto del sentimiento heredado por la tradición, como son los casos de la fiesta del Mardi Gras en Nueva Orleans (Estados Unidos), el famoso Carnaval de Río (Brasil), o la fiesta de los quince años de las féminas (en varios países de Latinoamérica).