Ha fallecido la reina Isabel II de la Gran Bretaña y las reacciones ante el evento han sido predecibles y al mismo tiempo reveladoras.
Han sido momentos para repensar nuestra propia opinión sobre el concepto de monarquía, sobre todo del lado americano del Atlántico, en naciones nacidas tras los ideales republicanos de los siglos 18 y 19. Comprensiblemente, las críticas más feroces contra los regímenes monárquicos nos hacen evaluar qué tan republicanas son las repúblicas donde vivimos, y allí viene el ejercicio de volver a mover las piedras del dominó. Porque si se parte de que lo ideal es el poder de la gente en la asamblea pública y la separación de poderes, entiende uno fácilmente que nuestro modelo político no encaja. Con una corrupción que ha carcomido las repúblicas por dentro, con una generación que ha subestimado esos ideales y prefiere entregarse al poder “fácil”, entender a los Windsor y sus esfuerzos por mantener en juego a la monarquía constitucional se puede antojar inútil.
Entre ideales, sueños, descontentos y dolores, he leído tuits sobre las amañadas fortunas de familiares y cómplices del régimen a lo largo de los años de robo y extractivismo. La codicia de la leyenda del Dorado no es nada delante de semejante salvajismo, y ha sido ésta perpetrada por un gobierno de facto que se vende como reivindicador de nuestra historia, pero no. Es este un régimen que solo sabe de imitar lo oscuro de la colonización. No le interesan las instituciones españolas, ni su legado cultural, religioso y lingüístico, no. Únicamente les apetece la violencia, la herencia que más le funciona a su cerebro reptil.
Las reacciones al ascenso de Carlos III al trono giraron alrededor de la controvertida vida amorosa del ahora nuevo rey con Lady Diana Spencer y la ahora reina consorte Camila. Sobre ese episodio, debo decir, prefiero mantenerme al margen. Todos y cada uno de los protagonistas de esa historia vivieron circunstancias que justifican o hacen humanamente comprensibles sus decisiones. En todo caso, si hay un culpable en este drama fueron las estrictas normas de la casa real respecto a los matrimonios de los miembros de la familia. Esas reglas fueron posteriormente reformadas de manera de aceptar, entre otros detalles, al divorciado como un ser capaz de asumir responsabilidades.
Sin embargo, llama la atención que he leído a más hombres latinos quejarse con repulsión sobre que Camila, la amante, haya salido favorecida con el trono. No es casual esa reacción dadas las diferentes concepciones de amor y matrimonio entre culturas. Hay una mentalidad latina de que un matrimonio es un asunto familiar y que el amor puede pasar a un segundo plano. En el caso de los ingleses, ellos se guían por la idea de la cortesía medieval europea, de que el amor era un asunto de honor. Un tema para disfrutar en una clase de literatura porque ¡cómo abre la visión de mundo!
Tampoco que la mentalidad sobre el matrimonio sea tan homogénea ni aquí ni allá. Un tuitero llegó a decir que él se sentía como uno de los Windsor, porque su mamá hablaba de Camila como si “se hubiese metido con su papá”.
Sobre Isabel II se puede decir que después de 70 años de su reinado cauto y profesional, súbditos o no súbditos se acostumbraron a su presencia. El presidente de Francia Emmanuel Macron dijo que ella no era simplemente una reina, sino la reina, y de sus palabras se desprende una definición de orden histórico. Isabel II marcó una era desde los años de la Segunda Guerra Mundial y las vicisitudes del mundo de la postguerra por conseguir una paz relativa, asentar los sistemas de libertad y asumir un compromiso con los derechos humanos. La reina Isabel fue parte de esa estabilidad y por esa razón puede su muerte despertar un vacío.
Se termina un capítulo, se inicia otro. Asegura el famoso ajedrecista ruso Garry Kasparov que Volodymyr Zelensky representa el nacimiento de una espiritualidad. Un liderazgo genuino y sereno es lo que necesitan las naciones en estos días laberínticos del siglo 21. Por alguna parte se vuelve a comenzar.