domingo, 16 febrero 2025
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De la angustia

Con una amalgama de dolor, soledad y melancolía se convirtió en precursor del arte contemporáneo. Así, Edvard Munch exteriorizó la más interna de las angustias en su archifamoso cuadro El Grito.

@ngalvis1610

La vida, la cotidianidad, nuestra historia, pueden conjugarse entre el sueño, lo anhelado, lo hermoso y satisfactorio, y la pesadilla, lo irremediable, el dolor, las angustias. No hay mejor ejemplo que el lugar común del mal sueño en el que deseamos expresar y desahogar nuestra angustia y no podemos. Esa pesadilla recurrente en la que el grito se ahoga y es nuestra gran necesidad, la forma en la que encontraremos el anhelado resguardo.

Lo comparto porque tengo la sensación que es una experiencia común a todos, en algún espacio de nuestras vidas hemos experimentado una noche  la terrible y angustiosa impotencia de no poder gritar en un desagradable sueño.

El grito es salvador en ciertas ocasiones y nos damos cuenta de sus bondadosos efectos cuando no podemos evocarlo. Es desahogo, es regocijo del alma que se siente presionada por los avatares de alguna circunstancia. No hay llanto más liberador que el que se deja acompañar por un grito.

Pareciera tener un efecto terapéutico. Poder gritar es saludable y reconforta el espíritu y hace sentir mejor a nuestro organismo. Es una sensación que evoca libertad, un poco de desenfreno que puede romper ataduras, cadenas que someten y presionan, causando gran impotencia e incomodidad. Pero indudablemente es una condición que manifiesta libertad. En el buen sentido, es una manifestación de molestia, de fatiga, de no soportar más. Las dictaduras han pretendido siempre acallar el grito de los pueblos, porque este podría romper sus cadenas que sostienen sus tentáculos en el poder.

Además, el alarido propone el espacio, para que pueda expandirse y explayarse como es debido. Es mejor lo desprendido, un horizonte franco, despejado, no el lugar cerrado que le imponga frenos. Esa sensación de regocijo es gratificante, es la clama después del llanto, aquello del sol resplandeciente después de la tempestad. Así que la queja es la esencia de la expresión más sentida. Y el grito es la exclamación más profunda, el más puro, sentido y evocador expresionismo.

Ya en algún encuentro previo habíamos hablado del expresionismo. Recordábamos en aquella ocasión lo significativo del movimiento que se esparció desde Alemania para el resto de occidente, preconizando las desdichas e infortunios de los sentimientos y las adversidades, fatalidades de la existencia humana. Surgía en los primeros años del siglo XX, pero que podría ser consecuencia de excelsas expresiones precedentes.

Tal es el caso de Edvard Munch (1863 – 1944), precursor de esta tendencia, consecuencia de la revisión biográfica a la que ha sido supeditada el estudio sobre su producción artística. Cuando aún no alcanzaba la edad de cinco años, su madre falleció por tuberculosis, la calamidad de la época. Nueve años después, Sophie, su hermana dos años mayor que él, murió a causa de la misma enfermedad. Para muchos entendidos, estas vicisitudes ejercerán una influencia terminante en su obra. Esas desconsoladas y angustiosas representaciones basadas en sus obsesiones y frustraciones personales van a cultivar el terreno fértil para el florecimiento del expresionismo. Acentuada por esa estilización de la figura, una fuerte prolongación de las líneas, el penetrante dramatismo y una muy característica intensidad cromática.

Dos años claves en esta biografía: 1885 y 1889. En ambos, Munch viaja a París, considerada la gran capital del arte, para entonces y era destino obligado para los que habían optado por la formación artística. Nuestro artista no podía estar al margen de vivir esta experiencia. Para la primera ocasión tiene la oportunidad de conocer de cerca algunas obras de los impresionistas Monet, Renoir, Degas, Pisarro y Seurat. Ese conocimiento lo aprovisiona de unas pinceladas cada vez más audaces, desprovistas de las convenciones del realismo. Un hecho importante de este periodo es la creación de su obra La niña enferma, en la que evoca su sentir personal por la pérdida de su hermana y donde ya hace presencial la desolada visión sobre la existencia y que será característica cardinal de gran parte de su producción.

En la segunda fecha vuelve a París, esta vez gracias a una beca del gobierno noruego. Un período determinante para la consolidación de su lenguaje plástico. Luego de experimentar con obras de carácter impresionista, va a sucumbir a los encantos del influjo del postimpresionismo, específicamente de la obra de Gauguin y Van Gogh, lo que suscitará en él ese giro radical y definitivo en su trabajo.

Un detalle interesante que conecta su biografía con la obra, consiste en que al poco tiempo de haber llegado a París recibe la noticia de la muerte de su padre. Ese suceso lo inspira, y en su cuadro Noche, de 1890, busca representar la soledad y la melancolía. Un ambiente interior oscuro, conjugado con una solitaria figura que permanece junto a la ventana: todos los elementos dominados íntegramente por una decidida tonalidad azul.

Se mudó Berlín, por lo menos hasta 1908, sin dejar de hacer frecuentes visitas a Noruega y a París. Son periodos cruciales para su pintura. Instaura un estilo intensamente particular apoyado en la fuerza expresiva de la línea, comprimiendo las formas a sus rasgos más esquemáticos y, a través de estos, construir una simbología del color que trasciende el naturalismo propio de los convencionalismos académicos. Es el momento cuando surgen obras como El grito (1893), Vampiro, La voz, Madonna en su primera versión, emprende un ciclo que titularía, un tiempo después, El Friso de la vida. Todas estas obras surgen con la clara intención de expresar sus experiencias personales sobre el amor, la enfermedad, la muerte y la propia naturaleza. Lo que realmente le interesa es lo que se puede captar por el espíritu y no a través de la vista.

No hay rastros de realismo. Solo se pretende representar el interior, lo exterior es un accesorio. La figura humanoide en primer plano oprime las manos contra la cara como símbolo de angustia y desesperación, mientras que en segundo plano aparecen otras personas distantes y frías como queriendo significar que el prójimo no nos acompaña en los momentos de aflicción. El paisaje acentúa esa sensación de malestar. Un cielo rojizo ardiente y unos torbellinos parecieran enclaustrar amenazantemente a la persona que grita. Las líneas curvas y sinuosas se vinculan con las propuestas del Modernismo, muy en boga para entonces.

 Los colores cálidos y fríos no se encuentran armoniosos. Su efecto es agresivo, brindando una imagen angustiada de la realidad y del mundo interior. El desplazamiento sinuoso de las líneas recrea un ambiente de cierta ansiedad, que intenta reflexionar sobre el sentido de la existencia, sobre las contradicciones de la vida. El fanal dramático del cuadro se centra en tonos chillones que expresan con un grito de angustia lo que no podemos decir con las palabras. El cuadro es el espejo de nuestra más recurrente pesadilla, es una reflexión sobre la soledad.

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