La alegría es posiblemente uno de los conceptos que considero más abstractos a la hora de definirlo, tanto con palabras como con imágenes. Es infinito lo que puedo citar para tratar de describir esa emoción. Podría hablar de la risa de todo aquello que me la provoca y enumerar las razones por las que me gusta reír.
Porque reír es sinónimo de alegría. Bien podría considerar la sonrisa como representación de la alegría. Esa gestualidad en el rostro denota un buen estado interior que bien nos llevaría a juzgar que quien lo pinta en su rostro tiene una alegría interior.
Así podríamos referir una buena cantidad de gestos, expresiones y muecas que connotan esa emoción. Entre las acciones se pueden citar otras más. El pretender cantar, por lo menos en mi caso, porque conozco y envidio, de buena manera, a quienes lo hacen muy bien.
Y estableceríamos otra conexión con la música. En muchos momentos, la alegría la podemos expresar con la música. En la Esparta de la antigua Grecia, la marcha era la acompañante de los actos de valentía.
Muchos acordes despiertan nuestras emociones, esas que se corresponden con el buen ánimo. Canciones, melodías que nos emocionan al punto de provocar sonrisas, alegrías. Una sonrisa dibujada en un rostro puede suscitar una melodía en la imaginación de quien observa. Y con el vuelo de la imaginación añadiendo un toque de fantasía hasta podríamos deslumbrarnos con una luz muy particular. Que no existe pero le confiere brillo a lo que esa sonrisa representa. “Tu sonrisa me ilumina, o tu sonrisa ilumina”, es lo que la alegría provoca.
Ilumina, le da brillantez al espacio compartido, lo agranda, lo hace provocativo para el movimiento. No podemos separar esa sensación de las ganas de bailar. La alegría provoca la risa. Muchas veces esta se manifiesta de forma suave con una sonrisa en el rostro. Quien sonríe ilumina el entorno y esa luz inunda el espacio. Nadar, se me ocurre pensar, es bailar y con la música de acompañante se danza. La danza es un alto nivel de alegría. Se danza para celebrar muchas cosas. La vida, por ejemplo…
Recordemos la célebre obra La Danza, de Matisse. Este gran artista del siglo XX ejecutó un revolucionario uso del color que transformó la pintura y lo propuso como líder de una de las primeras vanguardias. Fundador e ilustre representante del fauvismo, no se limitó a sus presupuestos. Superaría esos supuestos conceptuales y prosperaría hacia un arte personal y ambiguo, influyente y reconocido. En ese cuadro hay detalles bien particulares que me hacen evocar, al apreciarlo, esa sensación de bienestar interior que me recuerda a la alegría.
Henri Matisse se sumergió en aquel novedoso y para el momento nada conocido lenguaje pictórico, el cual Louis Vauxcelles, crítico de arte francés, después de visitar la exposición correspondiente al Salón de Otoño de 1905, en París, denominaría despectivamente fauves (fieras salvajes) precisamente por el uso arbitrario del color. De allí que este grupo de jóvenes creadores adoptaran el término para bautizar a uno de los movimientos más controversiales del recién inaugurado siglo XX.
Asentado en ese particular uso del color, el vigor expresivo, una impronta libre y la negación a “ser una pura imitación de la naturaleza”, se catapultó significativamente en la historia del arte contemporáneo. Es el intérprete de la alegría traducida en libertad. Devenida gesto y danza en cuerpos que se contorsionan en un círculo vibrante que exige a la imaginación espectadora afinar la escucha para poder disfrutar de la melodía inexistente.
Matisse nos provoca danzar con esos colores contrastados, los cuales sumados a la influencia que ejerció en él la escultura africana y otras culturas primitivas, se convirtieron en la herramienta para la construcción de una gran obra que enarbola un cromatismo único, revolucionario, transformador, inspirador y alegre.