La radio: una común extraordinaria
La radio AM llegaba hasta los más recónditos rincones del país durante los años democráticos de Venezuela. Desde el despuntar del día podía uno escuchar a dos locutores narrar los vaivenes de sus escuchas tales como las rupturas de cloacas o acueductos y llamar al aseo urbano para recoger la basura o exigir la limpieza de las alcantarillas antes del período de lluvia. En múltiples ocasiones insistían en pedirle a la policía para que hiciera guardia en uno que otro barrio olvidado. La retahíla era contada entre dos narradores quienes se preguntaban y respondían entre ellos para mostrar su crítica o burla ante la sordera y negligencia de las autoridades. Cuando era pequeña los oía porque tocaba hacerlo durante las primeras horas. Me parecía que las descripciones de la fetidez y el deterioro de la ciudad y sus canturreos irónicos eran demasiado despiadadas para comenzar la mañana, pero me divertían sus pausas juguetonas con el xilofón. Lo de ellos era una voz entre jocosa, graciosa, caricaturesca y pueblerina de un español cristiano y claro. Sus voces a través de las ondas hertzianas eran corredores de aire, de oxígeno. Traían ellos al micrófono las realidades incómodas de los seres anónimos, los desconocidos, “los otros”. En ese entonces la radio cubría a un país que deseaba ser escuchado. Un hecho aparentemente común y corriente fue en sí mismo una bendición histórica.
Pero nada se comparaba con escuchar la radio mientras se viajaba de noche o madrugada por autobús. En algún punto el chofer ponía la emisora donde pasaban la leyenda del Silbón y de súbito me despertaba de sólo de esperar la carcajada terrorífica del siniestro personaje. En ese momento detestaba la cenefa roja de pelotitas del parabrisa, y me sobrevenía la ansiedad por ver el sol y llegar a nuestro destino.
Las inaudibles conversaciones de las plantas
Cuando yo estudiaba en el liceo Caracas de El Paraíso, en Caracas, varias veces optaba por caminar un trayecto de tres avenidas para llegar al liceo. Recuerdo haberme quejado varias veces de las aceras destrozadas por las raíces de los árboles. Eran tantos los pedazos levantados y puntiagudos, que era inevitable pensar qué podía estar mal porque, lógicamente, a los árboles les toca conseguir el agua y la luz para poder vivir.
Era mi padre muy devoto de los árboles frutales. En cuanta casa llegó a vivir no faltaron los árboles de níspero, mamey, icaco, lechosa, pandelaño, limón, naranja, guanábana, ponsigués, cocoteros y arbustos como la granada, las uvas, las cayenas y jazmines. Apreciábamos la sombra de los guayacanes y las josefinas, y de la misma manera no nos gustaba cuando alguien los derribaba por el puro gusto. Por eso nunca he podido entender eso de arrancar los pequeños arboles de la avenida como si fueran una mala hierba.
Como quiera que fuere, lo que sí es cierto es que la tala de árboles por parte de las autoridades municipales se ha vuelto una práctica frecuente, dañina, y lamentablemente tolerada. Sobran las excusas, y así como hay quejas con las iguanas y rabipelados, también los árboles entran dentro del grupo de “saboteadores” del cableado.
He recordado mis caminatas caraqueñas, pues en días recientes se ha insistido en una idea nada nueva sobre la comunicación entre las plantas, sobre sus formas de sentir. Se han abierto discusiones científicas antes impensables sobre que cómo los árboles perciben nuestra presencia, que si las micorrizas se trasladan en hileras por donde perciben el terreno, “deciden” sus rutas en medio de la vegetación y pasan informaciones relevantes sobre el estado del bosque. Con ese panorama intelectual me vinieron a la mente los dibujos de hadas y gnomos de mis libros infantiles. Confieso que estoy cautivada con ese mundo pequeño o microscópico donde los hongos resultan ser unos muy útiles y traviesos chismosos.
De cualquier manera hay un malestar justificado contra la manía de podar árboles, justo en momentos en que su valoración está cobrando más fuerza. No estoy de acuerdo con que los árboles estorben, el problema ha de ser otro. Por eso creo que una planificación urbana sensible y realista debe repensar seriamente sus trazos antes de dibujar parques y avenidas. ¡Quién sabe que caminos surgirían! Podría recoger los vestigios del pasado y redefinir nuestras caminatas como parte de la hechura del ciudadano.